Capítulo XX: El pensadero

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Se abrió la puerta del despacho.

— Hola, Potter – dijo Moody –. Entra.

Harry entró. Ya en otra ocasión había estado en el despacho de Dumbledore: se trataba de una habitación circular, muy bonita, decorada con una hilera de retratos de anteriores directores de Hogwarts de ambos sexos, todos los cuales estaban profundamente dormidos. El pecho se les inflaba y desinflaba al respirar.

Cornelius Fudge se hallaba junto al escritorio de Dumbledore, con sus habituales sombreros hongo de color verde lima y capa a rayas.

— ¡Harry! – dijo Fudge jovialmente, adelantándose un poco –. ¿Cómo estás?

— Bien – mintió Harry.

— Precisamente estábamos hablando de la noche en que apareció el señor Crouch en los terrenos – explicó Fudge –. Fuiste tú quien lo encontró, ¿verdad?

— Sí – contestó Harry. Luego, pensando que no había razón para fingir que no había oído nada de lo dicho, añadió: – Pero no vi a Madame Máxime por allí, y no le habría sido fácil ocultarse, ¿verdad?

Con ojos risueños, Dumbledore le sonrió a espaldas de Fudge.

— Sí, bien – dijo Fudge incómodo –. Estábamos a punto de bajar a dar un pequeño paseo, Harry. Si nos perdonas... Tal vez sería mejor que volvieras a clase.

— Yo quería hablar con usted, profesor – se apresuró a decir Harry mirando a Dumbledore, quien le dirigió una mirada rápida e inquisitiva.

— Espérame aquí, Harry – le indicó –. Nuestro examen de los terrenos no se prolongará demasiado.

Salieron en silencio y cerraron la puerta. Al cabo de un minuto más o menos dejaron de oírse, procedentes del corredor de abajo, los secos golpes de la pata de palo de Moody. Harry miró a su alrededor.

— Hola, Fawkes – saludó.

Fawkes, el fénix del profesor Dumbledore, estaba posado en su percha de oro, al lado de la puerta. Era del tamaño de un cisne, con un magnífico plumaje dorado y escarlata. Lo saludó agitando en el aire su larga cola y mirándolo con ojos entornados y tiernos.

Harry se sentó en una silla delante del escritorio de Dumbledore. Durante varios minutos se quedó allí, contemplando a los antiguos directores del colegio, que resoplaban en sus retratos, mientras pensaba en lo que acababa de oír y se pasaba distraídamente los dedos por la cicatriz: ya no le dolía.

Se sentía mucho más tranquilo hallándose en el despacho de Dumbledore y sabiendo que no tardaría en hablar con él de su sueño. Harry miró la pared que había tras el escritorio: el Sombrero Seleccionador, remendado y andrajoso, descansaba sobre un estante. Junto a él había una urna de cristal que contenía una magnífica espada de plata con grandes rubíes incrustados en la empuñadura; Harry la reconoció como la espada que él mismo había sacado del Sombrero Seleccionador cuando se hallaba en segundo. Aquella era la espada de Godric Gryffindor, el fundador de la casa a la que pertenecía Harry. La estaba contemplando, recordando cómo había llegado en su ayuda cuando lo daba todo por perdido, cuando vio que sobre la urna de cristal temblaba un punto de luz plateada. Buscó de dónde provenía aquella luz, y vio un brillante rayito que salía de un armario negro que había a su espalda, con la puerta entreabierta. Harry dudó, miró a Fawkes y luego se levantó; atravesó el despacho y abrió la puerta del armario.

Había allí una vasija de piedra poco profunda, con tallas muy raras alrededor del borde: eran runas y símbolos que Harry no conocía. La luz plateada provenía del contenido de la vasija, que no se parecía a nada que Harry hubiera visto nunca. No hubiera podido decir si aquella sustancia era un líquido o un gas: era de color blanco brillante, plateado, y se movía sin cesar. La superficie se agitó como el agua bajo el viento, para luego separarse formando nubecillas que se arremolinaban. Daba la sensación de ser luz licuada, o viento solidificado: Harry no conseguía comprenderlo.

La prometida de Draco MalfoyDonde viven las historias. Descúbrelo ahora