Capítulo 26 El Jefe

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¿Han oído hablar del gen del mal? Una condición donde según se determina genéticamente, y afectan el humor, a partir de trabajos químicos. Aunque en realidad no decide absolutamente nada.

Jonathan, hijo de los políticos más importantes de Alemania, no nació con este gen, le educaron para "tener el gen". Suena a que no tiene nada de sentido. Era una familia que debían mantener las apariencias como los líderes del país que eran. Siempre serenos, fríos y calculadores. Si pudiera describirlos, lo haría con las dos siguientes frases: "La supervivencia del más apto" y "El pobre es pobre, porque quiere". Ya se imaginarán qué clase de mierda supremacista eran.

Y aunque actualmente vemos a un Jonathan que es la representación de un macho alfa, de niño era todo lo contrario. Sí era egocéntrico, y aparentemente malcriado, pero su escuálido cuerpo junto con su pequeña estatura, le hizo ser un blanco para la violencia de su familia. Tenía que encontrar otra manera de ser grande y fuerte.

La forma en la que halló su fortaleza, no fue la favorita de su familia, pero vaya que Jonathan la disfrutó. Comenzó con pequeñas estafas en la calle, después hurtos, seguido de peleas con armas blancas, y por el momento no llegó a más, pues su familia no lo soportó, y le envió lejos. ¿Qué fue lo que pasó?

El chico se convirtió en el empresario más joven. A pesar del nulo apoyo de sus padres, el uso de su nombre, el habla y encanto que él poseía, le abrió las puertas. Sin embargo, dada esa vida donde todo el mundo era desechable, se aburrió fácilmente de los negocios, y aunque seguía teniendo su industria de exportación e importación, decidió ir por algo extra. Un dinero que si somos sinceros, no necesitaba.

Jonathan pasó de ser un aburrido magnate, a parte del crimen organizado, importando y exportando gente, convirtiéndose en el proveedor de muchas personas importantes. Siendo objetivos, era alguien que se divertía con el dolor ajeno, usándolos para su propio placer.

Secuestrando, vendiendo, torturando a un sinfín de niños, mujeres e incluso aliados. Era muy temido.

—Señor Jonathan —le habló el alcalde, aún temeroso de él a pesar de la confianza que le tenía.

—¿Qué? —respondió sin mirarle, mientras cortaba su carne. Ambos cenaban en su gran y ostentoso comedor.

—Siempre he querido preguntarle, ¿qué fue lo que cambió?

—¿Disculpa? —alzó apenas su mirada, junto con su ceja.

—Sí, su visita aquel día fue muy inesperada. Simplemente se sentó frente a mí, y soltó todo. ¿Por qué?

—Usted es la clase de persona que me dan ganas de golpear una, y otra, y otra, y otra vez—confesó con desfachatez—. Es lo que llamo, carne para puerco.

—¿Perdona? —ahogó su voz el hombre.

—Quiero decir, que esa inocencia e ilusión que veo en sus ojos, me molesta demasiado. Pero me hace saber que es de confiar. Esa basura de: "Mejorar la Gran Ciudad", sorpresa mía, que no es pura palabrería.

—Pero no tengo tanto poder como el gobernador, incluso como otros líderes nacionales —intentó decir, pero Jonathan soltó una suave risa.

—Como dije, demasiada inocencia —balbuceó con un deje de burla y fastidio—. Esto no lo hago por mí. En lo que a mi concierne, todos pueden irse al cuerno.

—Entonces, ¿por qué...?

—Ya llegué, amor —anunció con dulzura Noa.

Jonathan, como si hubiese cambiado de personalidad, se puso de pie para recibirlo. Cliché, pero lo que cambió a este frío hombre, fue un trastornado chico.

—Ah, ya no salgas. Sabes que con la situación me da mucho pendiente. Pude haber ido por ti —suspiró, acercándose para tomar el abrigo del menor. Poco le faltaba para tener cola, y menearla como un pastor, feliz de recibir a su amo.

—Nadie conoce mi cara, tranquilo —susurró, dándole un dulce y suave pico. Estaba tan contento de estar junto a él, sin la angustia de que podría pasarle algo.

—A-ah, hola, yo soy...—intentó presentarse el alcalde.

—Lo sé. —Sonrió con dulzura el menor, acercándose para saludarlo de beso en la mejilla—. Espero Jonathan le esté tratando bien. Lamento tanto lo de su familia. Esto no se quedará así.

El hombre miró algo absorto a Noa, sonrosándose notablemente. No me mal entiendan, no le gustó de esa forma, simplemente no podía explicar cómo existía una energía tan bondadosa con esa apariencia angelical. Su cerebro no procesaba lo que veía.

—Muchas...gracias —susurró, pensando que, si el cielo estaba lleno de ángeles como él, seguro su familia estaba mejor.

—¿De qué hablaban? —dijo curioso, dejando que Jonathan le ofreciera un asiento, sentándose y dejándose colocar un babero.

—Ah, el señor me preguntaba cómo es que pasé de tener un exitoso negocio, a auto sabotearlo.

—¿Auto sabotearlo, granuja? —Rio Noa, notablemente divertido—. Lo que haces es estafar, mi amor.

—¿Estafar? —dijo confundido, parpadeando.

—Sí. Jonathan sigue con su negocio. La mayoría de los que somos vendidos, venimos de condiciones precarias, con la promesa de que nos llevarán a cumplir nuestros sueños. Comida, vivienda, oportunidades de trabajo...—musitó algo ido—. Jonathan saca a gente de zonas conflictivas con las mismas promesas, las vende, y después nos contacta a nosotros para irlos a liberar.

—¿Y por qué no simplemente sale del negocio? Supongo que no pueden salvar a todos, ¿o sí? —musitó el alcalde, al oír el plan tan arriesgado que tenían.

—De estos negocios sólo sales muerto. Sobre todo, si sabes tantas cosas como yo —dijo con desdén, pero sin dejar de estar embelesado por Noa—. Además, es más divertido estafar a mis clientes, ya se había vuelto monótono la compra y venta —mintió a medias.

—Es una situación complicada, misma que parece hacer más y más difícil. Dudo que se termine este problema, aunque por ahora el objetivo es terminar con el sicario que nos ha estado dando problemas últimamente.

—Entiendo, creo— susurró el Alcalde, algo desanimado—. Quiero cambiar la Gran Ciudad, y que seamos un ejemplo. Deseo que el sistema no les falle a los jóvenes, otra vez.

—¿Puedo saber por qué? —dijo Noa, genuinamente intrigado. Y si a Noa le importaba, a Jonathan también.

—¿No es decencia humana básica? —Sonrió con las cejas curvas, con algo de pena.

—¿Escuchaste, amor? —Noa volteó a ver a Jonathan—. No tienes decencia humana. Debes ser un demonio —dijo con genuina inocencia.

—¿Qué? —jadeó Jonathan espantado de que Noa le viese así.

El menor soltó una dulce carcajada, llenándolo de besos.

—Los dos somos demonios, nos iremos juntos al infierno —dijo el peliblanco como si nada, sin dejar los mimos.

El alcalde los miraba incrédulos, pues no lucían para nada como criminales. Una parte de él se sentía mal por ellos.

—Él es el demonio que necesitaba en mi vida —suspiró Noa muy enamorado—. ¿Ya le contaste cómo nos conocimos? Sabes que amo que presumas esa historia.

Los Cuatro JinetesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora