I. Hambre

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La Gran Ciudad, la cosmopolita de la república del Todo. Ejemplo a seguir de expansión, sobre todo, de desarrollo. Tan variado con sus colonias y suburbios a las orillas de La Gran Ciudad, así como sus mansiones y zonas exclusivas. Si querías triunfar, debías ir ahí, pues al final, las mejores familias y conexiones, estaban en esa jungla de asfalto.

König era una de esas "tantas" familias ricas que habitaban el lugar. ¿A qué se dedicaban? Eso es lo de menos. Un poco de esto, un poco de aquello, algo de eso, y una pizca de filantropía, para tapar el eso, del aquello del eso.

Eran discretos, y sólo mostraban al público, lo justo y necesario, convirtiéndose en gente tan cotizada y codiciada para los medios. Eran tan misteriosos, que era fácil crear cientos de historias fantasiosas; y no se podía esperar menos. La gente promedio solemos romantizar y/o glorificar a la gente rica, y si es bella...¡Uff! Nuestro punto débil.

Isaías y Ana König, eran justo esa pareja que cumplía con todas esas características. Salían en portadas de revistas en el top de parejas más atractivas, iban a eventos con inversionistas, prestaban sus caras para alguna que otra ONG. Esas pocas veces que sus nombres resonaban, era por una sesión de fotos, caridad, e inversión a la infraestructura de la ciudad o a una empresa.

No fue sorpresa que el embarazo de Ana saliese en primera plana, cuando ésta decidió dar la noticia.

Todos comenzaron a imaginar cómo sería el bebé. ¿Sacaría los hermosos ojos verdes de su madre? O tal vez la mirada azul de su padre. ¿Sacaría una tez blanca, o con un tinte rosado? ¿Sería niña o niño? Esas, y más preguntas, eran las que empezaron a surgir. Nadie esperó, que Ana perdiese al bebé...o eso les hicieron creer.

—¿Qué es eso? —jadeó la enfermera que logró sacar al niño.

El llanto resonaba por toda la habitación, el infante había tomado su primera gran bocanada de aire.

—Quiero ver a mi bebé —gimió Ana, ansiosa de tener al pequeño entre sus brazos.

La mirada de la señora era borrosa, todavía no podía enfocar la escena en su habitación.

El doctor se callado, mirando al chiquillo y a la madre, sin saber qué decir, a la vez que el padre quedaba se quedaba en sepulcral silencio. Había muchos ojos presentes, lo que ponía al hombre en un enorme dilema.

—Acérquenle a mi esposa al pequeño —ordenó. Su voz era sombría y seria.

Los gritos de horror y desgarro, ensordecieron el lugar. Ana estaba asqueada por cómo el niño había salido. Esa cosa, no era su hijo, simplemente se negaba a cargarlo, amamantarlo, y sobre todo, a amarlo.

Mientras tanto, el bebé sólo lloraba, estirando sus manitas con falta de dedos, para buscar a su madre, esa mujer que con tanto cariño le hablaba desde afuera; pero nada, no hubo absolutamente nada.

Seguro, usted que me lee, se preguntarán. Bueno, si tanto lo odiaron, ¿por qué no lo dieron en adopción, abandonaron, o mataron en su defecto? Como dije, había muchos ojos ahí, no sólo doctores y enfermeras en su hogar, sino paparazis que, como tiburones, rondaban el lugar.

Y como si del medievo se tratase, la única solución fue, encerrarlo en la torre más alta de su palacio, donde ni una ventana alumbrara al nuevo inquilino. No se arriesgarían a que delatara su presencia al asomarse. Ahora, sólo sería cuestión de tiempo y años, tarde o temprano tendría que morir, ¿no?

—Vaya...—jadeó Linda, una chica de apenas 18 años de edad. Su tez era morena y brillante, con unos hermosos ojos color miel, que resaltaban por su enorme sonrisa, que parecía un dulce durazno por ese intenso color que traía puesto.

Los Cuatro JinetesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora