Hice bien en no hacer bien lo que bien creía que era bueno. Creo que puedo explicártelo.
Bajé del tren aquél día, mientras el sol amenazaba con asfixiarme las entrañas y los árboles no echaban una tímida sombra en las aceras de cemento que me enviaban camino a la última parada de mi accidente.
Le vi sonriendo, a pesar del calor que nos quemaba, a pesar de estar a domingo, a pesar de que yo no sonreía. No creí ser capaz de dar por acabada la travesía por el Atlántico, ya acostumbrada a esas velas de color verde miel que atraían abejas a nuestra historia.
Dios sabe lo bien que me lo pasé surcando los mares en mi barco de velas verdes, pero no te mentiré, habían turbulencias que por mucho que tratara de ignorar, no dejaban de salpicarme agua en los ojos (no se si alguna vez las confundí con lágrimas).
Fue cuando decidí bajarme del barco, que cayó una pequeña tormenta de verano. El calor asfixiante se fue por arte de magia y el agua me refrescó todo el cuerpo, bajando por mi garganta, mi pecho, mis piernas... Tuve algo de frío, claro está.
Pero.
Siempre hay un pero.
Volvió a aparecer, ¿sabes? Mi barco pesquero del que te hablé hace tres años.
¡Ahí estaba él, navegando en olas de plata!
Me enredé en sus cuerdas y subí a trompicones, en plena noche de humo mágico. Viendo las estrellas, la luna, el mar. Mi barco pesquero que me ofrecía volver a parar en tierra firme, para quitarle flores a italia y quedarnoslas en un jarrón, y cuando se sequen, tenerlas de marcapáginas para saber por qué capítulo de nuestra historia vamos.
Mi barco barnizado con el marron chocolate de mi deseo, con esa sonrisa marina.
Mi próximo viaje.
Se que igual no he conseguido explicarme tan bien, aún me agujerean el estómago las mariposas que me tragué aquel día, y que no consigo que se vayan.
Seguiré contándote, lo prometo.