La coronación se me pasó tan rápidamente como cuando te comes un gran helado de yogurt en pleno verano, tan solo un momento de placer tan pequeño que te quedas con ganas de no haberlo terminado tan pronto. Mi corona era la típica corona dorada con una tela roja granate y unas perlas azules adornándola, era maravillosa.
Durante aquél tiempo estuve hablando con los habitantes de mi reino y descubrí que eran realmente unas grandes personas de corazón, puesto que la mayoría eran pequeños animales y hadas. Aunque hubo un pequeñín conejo que llamó exuberantemente mi atención. Vestía unas ropas extrañas, camisas de la edad media con un chaleco chocolate, unos pantalones piratas sujetados por un pintoresco cinturón de tela y sujetada a su vez a este cinturón tenía una daga de plata. En el mango de dicha daga había una perla azul, como la de mi corona.
-¡Qué tarde es!, ¡tengo que irme!.
-Pe-pero ... ¡princesa!Eché a correr. Mi hermano me iba a matar por llegar tan tarde a casa, pero el tiempo allí pasaba tan rápido... Aún oía los gritos de los ciudadanos llamarme desde la lejanía, volviéndose más pequeños a cada paso que daba. Mientras me alejaba les decía lo más alto que podía que prometía volver... Volvería.
Mis pies no me daban zancadas largas que me permitieran correr cuan rápido lo deseaba, pero al menos llegé a casa en 10 minutos, descansando a veces y cogiendo aire.
Llamé a la puerta y mi hermano la abrió. Sus ojos se tornaron del tamaño de un luna ensangrentada. Ojos grandes y rojos, ojos llorosos y angustiados me miraban expectantes desde arriba. Su boca también se encontraba medio entreabierta, aunque su expresión no duró mucho, a los dos segundos ya se encontraba abrazándome como un buen hermano y gritándome como una buena madrastra. Ternura y desesperación juntos en un cuerpo.
-¿¡Dónde narices te habías metido!?- me gritó.
-N-no hace falta que grites, estoy a-aquí - susurré.
-¡Dime ahora mismo donde estabas!Mis ojos se aguaron y mi nariz sorbía, no soportaba que Tate me tratata así. Mis manos se limpiaban lás lágrimas y mi mirada se posaba en el suelo de casa... no, esta no era mi casa.
-He estado en mi reino.
-¿¡Qué!?
Silencio.
Silencio.
Mamá llego. Me vio. Me abrazó y me hizo la misma pregunta que Tate me había hecho momentos antes pero más calmada.
Miré al suelo.
-Una ardilla me llevó a mi reino, había un castillo y - y hadas, muchas hadas... un- un conejo muy raro... yo.. yo soy la princesa, me coronaron.
Explicando mi relato pude observar sus rostros sin saber resolver aquellos semblantes ni aquella mirada madre-hijo que habían compartido. Ahora la entendía, pero ahora ya era demasiado tarde. Pensaban que me había vuelto loca.
-Alguien ha leido demasiados cuentos. -comentó mamá.
-Pero... Tate, tú me crees, vendrás a verlo, ¿no?
Silencio.
Subí a mi cuarto. Sin decir nada. Escaleras, las conté. Una, dos... quience y dieciseis. Dieciseis escaleras. Cerré la puerta. Me acosté en mi cama. Era tarde y necesitaba dormir para mañana, mañana volvería a mi reino y Tate vendría conmigo.
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A la mañana siguiente todo parecía haber sido un sueño borroso; estaba cansada y tenía agujetas, pero en cuanto me acordé de lo que tenía planeado para hoy, salté felizmente de mi cama, me vestí y baje las dieciséis escaleras para que Tate me llevara al colegio.