Anduve hasta el lugar donde siempre me sentaba a meditar sobre todo, mi vida, mis sueños, mis barreras...
Andava ligeramente, no quería hacerle daño a las marrones y granates hojas de otoño que habían caído de los árboles y ocupaban tranquilamente el camino hacia mi lugar.
Era temprano y el sol salía por el este, medio en el cielo y medio en el mar, cortado por la mitad por la línea del horizonte. El mar simulaba oro líquido, era totalmente dorado con tonos blancos en el rompeolas, los tonos café del cielo iban a juego con el dorado del mar y el rojo del reflejo del sol, todo tan otoñal.
Olía a humedad y mi nariz aspiraba aliviada aquel aroma fresco y embriagador que confirmaba el final de un caluroso verano.Mis botines se undían en el barro y mis huellas me servían de guía para el camino de vuelta a casa.
En mis manos descansaba un libro, El bosque de los corazones dormidos de Esther Sanz, con el marca páginas rozando las últimas hojas de aquella mágica válvula transportadora a otro universo. Y gran lema el de esa historia. Vivir como si cada día fuera el último. En una escena del libro, una chica se encuentra en el cementerio de la ciudad y se da cuenta de que los días de vida escritos en las lápidas de aquellos alegres ciudadanos, jamás pasaban de los cinco años, pero, en realidad, aquella gente murió de vejez, con 80 o 90 años, pero ellos no contaban los días del nacimiento a la muerte, ellos tan solo contaban aquellos momentos de risas, de emoción, de afecto, ternura, amor, de alegría, ellos los llamaban "los momentos en el que el corazón despierta". Todos los demás, en los que no disfrutas de la vida, tan solo son momentos en los que tu corazón duerme, esperando esos momentos de vida, brotes de felicidad que hagan que valga la pena que el corazón bombée sangre por todas las venas y arterias, desde las pulmonares, hasta la vena cava y la arteria aorta.
Mis pies se aceleraban pues cada vez me encontraba más cerca de mi lugar, mientras una sonrisa se asomaba por mi rostro y mi corazón latía fuerte esperando ser despertado. El sol me alumbraba el camino y los pájaros cantaban alegres sinfonías matutinas, las hormigas recolectaban comida y la llevaban a sus hogares, hormigueros, para que todas ellas se saciaran y vivieran fuertes. Las flores se abrían y multitud de colores aparecían bajo mis pies, los árboles caducos eran amarillos y naranjas, mientras que los perennes seguían verdes y luminosos, ambos eran una gran combinación que los óleos jamás parecían igualar.
Y cuando llegué, algo había cambiado.
Un chico de mi edad estaba sentado, de espaldas a mi, con una caña de pescar entre sus manos, llevaba un chaleco marrón otoñal y unos pantalones chocolate. Su pelo era negro y liso, dotándolo de un aspecto un poco infantil.
-Em... hola.
Él se giró hacia mi. Y de repente todos los colores, las flores, los árboles, todas las canciones de los pájaros y las hojas de otoño, la humedad, los libros, e incluso el reflejo del sol en el dorado mar. Todo lo que me había maravillado tanto....
Nada se podía comparar a la belleza de su rostro.
Unos ojos chocolate con leche me miraban brillantes, con rastro de un verde oscuro en algunas partes del iris, como un pequeño oasis en un desierto. Pero aún más bonito.
Sus mejillas estaban salpicadas por algunas pecas graciosas que le restaban años de madurez y semejaban gotas de rocío en las verdes hojas de los árboles. Pero aún mas bonito.
Sus labios finos eran de un rosa muy pálido, parecían puros, vírgenes, unos labios sin tragedias de besos de antiguos amantes ni manchas de amargura en ellos. Eran como una pequeña flor recién brotada. Pero aún más bonito.