El chico de los ojos negros

69 10 19
                                    

Él siempre admiró la manera en la que el negro dominaba la noche. Tan profundo, tan indescriptible. Las estrellas brillaban en el oscuro firmamento como pequeños deseos en un alma intoxicada por la falsa esperanza. La luna se reflejaba en el mar, distorsionada, la negra marea producía grandes olas que rugían feroces al desmoronarse. La sombra adoptaba un nuevo apelativo, un nuevo significado, mil formas falsas se distinguían en las calles, creadas por mentes jóvenes que andaban solitarias en las profundidades de la noche.

A él siempre le gustó el negro. Quizás fuera por sus ojos, de un color tan oscuro como el alma que albergaba en su interior y que nadaba sobre olas negras junto con todos los demonios que jamás consiguió ahogar. Quizás era por su ropa, sus pantalones negros rasgados, botines oscuros, camisetas azabache y sobre ellas una lujosa chupa de cuero, que era iluminada cada vez que le daba otra calada a su cigarro. Quizás fuera por su historia, negra y sin estrellas que la adornaran, unas sucias memorias manchadas de amargura de otro delincuente que vagaba en pena por las calles, creando con su mente mil razones por las que amar la noche. O quizás tan solo le gustaba el negro.

De cualquier manera, él se ganó una gran reputación con mil y un apodos distintos. Su favorito: el hijo de la noche. Aunque, personalmente,  jamás olvidaré como le brillaban los ojos y como sonreía de medio lado mostrando una blanca hilera de dientes cada vez que le llamaban "El chico de los ojos negros".

Dicen que no tenía amigos, que era un bicho raro solitario con una malsana obsesión por el negro. La gente huía de él.  Su historia llegó a ser muy conocida e incluso algunas personas reían y pensaban que tan solo era un mito. Nada más lejos de la verdad. Él era una persona dulce e inocente, víctima en un mundo que jamás fue creado para él, era débil y frágil,  pero para sobrevivir se puso una máscara que ocultara cualquier rastro emocional y siguió su camino. Solo.

Recuerdo habere visto en la playa, sentado en la arena, fumándose un cigarro mientras sus negros ojos miraban la manera en las olas del mar azotaba la orilla, y como la luna menguante se escondía tras unas nubes grises. Sus manos jugaban con los granos de arena, cogiendo un puñado mientras éstos escapaban fugazmente entre sus dedos. Iba descalzo y algunas veces se levantaba y mojaba sus pies, dejándolos ser acariciados por el agua de la noche.

Yo, más que nadie, sabía lo que se sentía cuando estas solo, abandonado por los tuyos y encerrado, presa en un mundo que odias, lleno de gente con sonrisas falsas y estúpidas mentiras. Sabía lo que se sentía cuando todo parece haberse desmoronado, cuando tu interior se rompe y las lágrimas ya no son un consuelo. Sabía el hecho de que a nadie le importaría, que nadie se preocuparía a menos que estuviera sangrando, y cuando sangrara, procuraría que fuera para no volver a la realidad.

Sabía lo que se sentía. Se lo que se siente. Por eso quise ayudarle.

Me acerqué adonde el chico de los ojos negros se encontraba. Mis pasos eran lentos e indecisos, inexpertos, y es que con cada pasó que daba, más cerca me encontraba de una de lad leyendas urbanas que más aterrorizaba a la humanidad. Mi corazón comenzó a acelerarse, no se cuantos latidos fue capaz de dar en un minuto, pero llegué a pensar que moriría de un infarto allí mismo. La distancia se acortaba y mi nerviosismo aumentaba proporcionalmente. Pocos pasos más tarde llegué a su lado y lentamente,  con miedo a mirar a mi derecha, me senté en la fresca arena, aún temblando.

Sabiendo que debía dar explicaciones,  giré mi cabeza cuarenta y cinco grados y le vi de cerca. El pelo le tapaba parte de sus ojos, esos ojos de los que había oído tantas historias y descripciones que jamás pudieron relatar el maravilloso color del que estaban hechos.  Eran brillantes, eléctricos. Eran hipnóticos. Sus labios eran gruesos y se encontraban medio abiertos.

-Hola- dije, y sonreí. No se qué debió pensar al ver a su lado un niño rubio con patillas, de ojos azules con tonos verdosos, de finos labios y vistiendo una camiseta azul y unos pantalones marrones piratas. Yo solo era uno más, indistinguible entre una multitud.

-Hola- respondió. Y sonrió.

Es extraño como la sonrisa de una persona puede hacerte feliz, la suya era sincera e incluso adorable, su tono de voz era rasgado y profundo,  pero no grave. Mi estómago edtaba sufriendo una guerra de mariposas que revoloteban por doquier, trastocando toda la calma que quedaban en mi cuerpo y haciéndome sentir unos fuegos artificiales en mi interior a la vez que dejaban mi mente en blanco.

Vi como su mano dejaba de jugar con la arena hasta tenerla extendida cerca de mí.

-Me llamo Black. Encantado- Esa sonrisa otra vez.

Estreché su mano frenéticamente.

-White, me llamo white... emm... olvídalo, intentaba hacer un chiste,  pero es horrible.

Mi error le hizo entonar una risilla.

-Andy, llámame Andy- dije, sonrojado hasta las orejas y completamente avergonzado.

Su sonrisa volvió y sus ojos se posaron de nuevo en el oscuro mar dominado por Neptuno.

-Andy... -susurró, casi pareció ser un suspiro. Mi nombre sonaba distinto en sus labios, más misterioso, más... oscuro.

Pasamos la noche así. Observando el mar y el cielo, sin necesidad de intercambiar muchas palabras, y es que los solitarios conocemos mejor que nadie el arte del silencio, parar a escuchar lo que la naturaleza te dice y observar, en calma, las miradas de almas jóvenes perdidas en el tiempo y avivadas en la oscuridad. Almas que se olvidaron en recuerdos y que calleron en el olvido de aquellos que no escuchan lo que el silencio les dice.

Las noches pasaron y continuamos viéndonos, compartiendo millones de olas y millares de estrellas. Jamás le pregunté por su historia y él jamás me preguntó a mí por la mía, no había necesidad de divagar en lsd llagas del pasado ni de abrir viejas heridas, los solitarios preferimos pensar que el tiempo no existe.

Una noche, el vino más serio que de costumbre.  Esa vez fue la que mád hablamos. Finalmente,  el chico de los ojos negros me dijo las palabras que jamás olvidaré:

-Compartir estas treinta y siete lunas contigo a sido maravilloso. Pocas cosas me hacen sentir tan vivo como tú lo haces, y me da miedo. No quiero llegar alto y caer dolorosamente,  sabía que tendría que irme y no hay un adiós más doloroso que cuando sabes que jamás habrá volverá a haber un nuevo "hola". Pero me he dado cuenta que esta caída a valido la pena,  me has hecho llegar tan alto que me negaba a pensar que tendría que bajar, has hecho que este lugar se haya quedado grabado en mi mente y le has dado un significado,  has hecho que el tiempo valga la pena y si tuviera un botón de rebobinar no dudaría en estancarme mil veces en la noche que nos conocimos. Muchísimas gracias Andy, gracias por haberle dado color a mi vida.

Tras estas palabras me abrazó y en ese momento me dí cuenta de lo cálido que es el color negro y de lo protegido que me sentía en las sombras.

Yo no supe que responder y siempre me odiaré por ello. Jamás le dije adiós y él de marchó sin escucharme contestar nada. Mi mente se negó a despedirse de la persona que había iluminado mis noches y que había adornado mi alma con miles de estrellas.

Minutos después le susurré a la nada:
-No te marches...

Él nunca volvió, pero yo sigo yendo a la playa cada noche. Desde su partida, mi armario se convirtió en decenas de prendas monocromáticas, todas ellas negras. Y ahora lo entiendo, él quería ocultarse en las sombras, él quería esconderse en la oscuridad, él quería ser el hijo de la noche. Él quería huir de la luz que delatara su verdadero yo. Qué pena que su alma fuera la más colorida de todas.

Y por culpa de sus ojos, el negro se había convertido en mi nuevo color favorito.

Noches despiertasDonde viven las historias. Descúbrelo ahora