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Ha pasado un mes. Un mes en el que, luego de que a Martin se le inculpase de un delito que no cometió, Sam y yo nos hemos comunicado muy poco, casi nada. Las veces que traté de llamarle era muy tarde por la noche, cuando acababa los entrenamientos —se están volviendo cada día más pesados— o terminaba las entrevistas después de los partidos.

Además, perdí mi móvil y no lo encuentro por ningún lado; lo único que recuerdo es haberlo usado antes de entrar a los vestidores del Raymond, el estadio de Tampa en el que acabamos de jugar. Ganamos otra vez y, a pesar de las ovaciones, de las preguntas acerca de mi nuevo estatus de favorito para ser MVP esta temporada, y de las varias reuniones pos-partidos a los que hemos acudido, se siente como si le hubieran quitado la sal a mi vida.

No dejo de preguntarme qué estará pensando Sam de mí en estos momentos; ¿cómo voy a hacer para conseguir su número, de todos modos? No puedo sacárselo a Taylor y, desgraciadamente, no iremos a Clarke hasta dentro de un par de semanas.

—¿Neil? —Josh, que está de pie a solo un par de pasos, tiene aspecto de haberme hablado en más de una ocasión: porque yo estoy sentado en una banca, al fondo de los vestidores.

Aún llevo encima el uniforme rojo de los Titanes, y he dejado el casco por ahí. Al levantar la mirada en dirección de mi compañero, un nuevo sabor agridulce se incrusta en mi paladar y me obliga a tragar saliva.

—Alguien te busca...

Miro a un lado y a otro incapaz de imaginar quién podría traspasar la barrera de protección que los anfitriones disponen en el lugar. Sin embargo, sin importar mis ínfimas ganas de dar la cara ante algún reportero privilegiado, me levanto de un tirón y, no sin hacerlo a desgana, me echo a andar hacia la salida.

Josh me palmea la espalda cuando cruzo junto a él, pero no me detengo a mirarlo ni a preguntarle quién aguarda afuera.

La zona de la rampa, justo en la parte destinada a recibir a más reporteros, se encuentra completamente vacía; excepto por una persona. Una persona a la que, por los mil demonios, no quiero volver a ver en toda mi vida.

Apenas la observo algo se remueve con violencia en mi estómago, como si mis intestinos quisieran sacar a flote todo el asco, la repulsión, y la severidad que me provoca verla: Charlotte, de pies a cabeza, es una mujer pulcra, recta y fina. Su rostro, inmaculado por un maquillaje perfecto y delicado como los pétalos de una rosa, va enmarcado en un gesto de indiferencia.

Está de pie, como si nada, observando las inscripciones de los antiguos Bucaneros. Y yo no consigo hacer otra cosa que quedarme asolado por su imagen. Pero, aun así, con zancadas firmes y los ojos entrecerrados, me aproximo: por esto el lugar se encuentra vacío. Por esto pudo entrar sin que la detuvieran.

—Ya sabes que no me gustan las sorpresas —murmuro, a tan solo un metro de distancia.

Charlotte, que va vestida con una falda de tubo negra y una blusa de color melón, se gira para mirarme. Sus ojos grandes, perfectamente coordinados con el resto de su maquillaje, se abren en cuanto captan mi presencia.

—Es una visita cordial, solamente —dice, con tono melodioso como siempre—. Estás...

—¿A qué viniste? —la interrumpo antes de que siquiera logre articular su siguiente frase.

Ha notado a la perfección mi mirada severa y la manera en la que mi cuerpo repele al suyo. La expresión de su rostro, cuyas marcas de edad se han acentuado un poco debajo de sus ojos, luce desencajada por un par de segundos. Segundos que yo utilizo para espabilarme. Necesito ser consciente de lo que siento por esta mujer...

KamikazeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora