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Encierro su mano entre las mías cuando por fin me cuenta que no ha querido decirme nada porque tiene miedo de mi reacción. Así que, mientras cierro los ojos y pongo sus nudillos en mis labios, me percato de lo mucho que entiendo su silencio. Sam no ha parado de llorar ni de mirarme como si se sintiera culpable por algo. Y yo me juro internamente que esto no puede quedarse así de ninguna manera...

—Habla conmigo —le suplico, al tiempo que le ayudo a levantarse de la cama para que se siente en mi regazo.

Al principio, todo lo que escucho provenir de ella son gemidos, lamentos y la respiración agitada que sale a través de sus fosas nasales.

Entramos en la habitación de las visitas para que nadie vea el estado en el que se encuentra, así, si ven que desaparecimos, no tendrán que preocuparse porque saben que estamos juntos.

—Estoy decepcionada de mí misma —dice al final, tras tomar una inspiración de aire—. Y es que quiero ese puesto, pero no de esta manera.

Trago saliva por lo que eso me supone. Sus palabras han salido bruscas, llenas de recriminación hacia sí misma. Hay un dejo de nostalgia en su voz, por lo que no tardo mucho antes de asimilar que se siente culpable por lo que está ocurriendo. Ninguna de las cosas que estoy pensando se me antojan tan simples como para tomármelo con calma. De modo que respiro profundo antes de apretar a Sam en contra de mi pecho.

Su abrazo se vuelve menos sutil y de pronto noto que ha hundido la cara en el hueco de mi cuello, a donde mi piel se torna más sensible si me toca ella. Solo ella.

—Se lo dejé bien claro, amor —me espeta, sin cambiar de posición—. De mí no va a obtener lo mismo. A lo que está acostumbrado.

En el acto, como si se tratase de un interruptor encendido, toda mi espalda se encuentra sumida en una sensación de calor; mis manos, que aferran la cintura de Sam, arden en las puntas de los dedos y el corazón me late desbocado. Intento tomarlo con calma y aguardar a que sea ella quien admita que esto se le ha salido de las manos.

Otra inspiración fuerte por parte de Sam hace que me recuerde a mí mismo que yo estoy entero, y que quien necesita mi apoyo —no mi cólera— es la mujer que está sentada en mis piernas, acurrucada en mis brazos y buscando la seguridad del hombre que dice que la ama. Sí, se lo digo mucho. Pero quizás este es mi momento de inflexión con ella.

Quizás llegó la hora de demostrar qué tan bien estoy aprovechando el privilegio que la vida me ha dado.

—No me importa nada, Sam, salvo tu seguridad.

—Lo sé —musita.

Se acomoda para poder mirarme a la cara. Cuando lo hace, la bonita y triste expresión de su mirada vuelve a encender llamaradas de enojo por todo mi cuerpo. No obstante, mantengo la postura hasta que no soy capaz de controlar las muecas de mi rostro; parpadeo varias veces y me inclino para poder besar su frente. Lleva el cabello suelto, ropa ligera y el rostro mojado de lágrimas que en toda mi existencia quiero volver a verle.

No quiero verla infeliz, ni así, tan... lejos de ser ella: sonriente, fuerte y siempre hablando de las cosas que son injustas. Cuando le quitan eso, es una niña asustada. Hago un esfuerzo monumental para luchar en contra de mis sentimientos primitivos: no sabía cuánto podía enfurecer a causa de algo así...

—Jamás dejaría que otro me tocara —dice, llena de convicción—. Aun si intentaran obligarme Dios sabe que usaría las manos y los dientes para defenderme.

KamikazeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora