Epílogo

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Febrero. 2020.

Tres años más tarde...

Nadie me dijo nunca que, cuando te conviertes en padre, también dejas de respirar para ti mismo. Eso lo comprendí el día de enero en que nació Austin. Entonces, me vi en su cara redonda y pequeña, capaz de caber en mi palma abierta, y supe que mi vida ya no me pertenecía. Vivo con miedo de saber que un día crecerán.

Sí, crecerán.

La llegada de Nathan no fue más fácil. De hecho, tengo que admitir que fue la etapa más inestable de mi vida. Estaba feliz por saber de su existencia; pero una parte de mí no pudo evitar estar sumido en la tristeza por la dificultad que le supuso a Sam llevar a término el embarazo.

—¿Y cómo se la lleva ahora? —me pregunta Ruth, mientras observa a Austin jugar con Pato, cuya edad ya está muy entrada.

Luego de suspirar, y de responder a la pregunta de mi hijo (¿por qué babea tanto?), echo un vistazo alrededor del jardín. Nunca consigo hablar de lo que fue soportar las horas que duró la cesárea de Sam. Creo... a decir verdad, estoy seguro de que nunca tuve más miedo en mi vida que cuando el médico nos dijo que tendría que inducirle el parto en cuanto el bebé estuviera lo suficientemente desarrollado.

Nate nació de siete meses, y tuvo que quedarse un par de semanas en observación.

—Está inquieta. No le gustan las terapias, pero sabe que las necesita —digo, haciendo un esfuerzo monumental para poder contarle a Ruth acerca de la terapia que Sam está tomando.

Sufrió de estrés posparto. Ya no se la ve tan pesarosa y no se siente tan culpable como antes; conforme pasan los días, he comenzado a notar los pequeños cambios en su ánimo.

Nathan cumplió un año en enero. Sam estaba feliz de notar que es un niño fuerte, sano y que sus primeras sonrisas se las ha dedicado a ella. Yo también estoy aliviado de que las cosas hayan sido una mala jugada del destino. Porque, como familia, afrontamos la adversidad de la preeclampsia que padeció Sam. Sí, mi alma desapareció durante los tres meses que tuvo que lidiar con los malestares de la hipertensión, las náuseas y los dolores de cabeza.

Para ella, fue un dolor eterno el haberse tenido que quedar en cama, bajo reposo absoluto, durante casi dos meses. Hasta que, por fin, volvimos a conocer la sensación de amar alguien más que a ti mismo.

—No dejo de recordar que Austin, cuando tenía su edad, no era tan grande como Nate —dice Ruth, con genuino arrobo en sus facciones.

Esbozo una sonrisa para corroborar lo que ha dicho.

—Tampoco nos podemos explicar eso —sonrío.

Estamos sentados en las sillas reclinables del jardín. Sam estaba con Nate hace apenas unos minutos, porque ha entrado para que tome una siesta. La escucho venir desde el interior; y una vez que surge a través de las puertas de la casa, veo que está tecleando algo muy rápido en su teléfono.

En cuanto llega a nosotros, se limita a sonreír en dirección de Ruth y le extiende el aparato.

—Son tendencia, ustedes dos —dice.

Como no sé a qué se refiere, me inclino un poco hacia Ruth y noto la fotografía que está abierta en un tuit muy reciente.

Ruth le devuelve el móvil a Sam y ella, negando con la cabeza, se sienta sobre mi regazo. Es tan ligera como siempre, pero ahora tiene un halo de madurez que nadie en el mundo le podrá igualar nunca.

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