XXVII: Límites

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Los leves brillos de las linternas de la mina alumbraban al mínimo los oscuros y desolados pasadizos. No obstante, al fondo de la estructura natural, se percibía un sonido metálico que armonizaba de manera errática. Acercándose cada vez más, al origen, el gruñir de los hombres ante los golpes y las heridas. Cole, rodeado de Dusar, se abría el paso hábilmente entre los combates uno contra uno. El furor mantenía su energía intacta pero su cuerpo le cobraba las heridas causadas por los terceros. Sus hachas cambiaban constantemente de posición, incrustándose en los cuerpos de sus enemigos.

— Señora —decía uno de los esbirros Dusar —, está arrasando con los soldados rasos.

— No importa, —respondía con una voz femenina —, solo estamos desgastando su energía. —decía mientras ambos veían desde las alturas el combate.

— Pero no parece estar cansado...

— No importa, todos tienen un límite, queremos ver hasta donde logra pasar un Ardus esa barrera... Prepara a los sargentos, estén listos para entrar en combate a mí señal.

— Sí señora. —Saludó el soldado y se retiró.

"Quien hubiera pensado que un niño sería tan capaz...", pensaba la figura entre la oscuridad.

Cole, entre jadeos y refunfuños, lograba quitarse a sus enemigos de encima. Las espadas chocaban contra el acero de las hachas de mano. Las partes sin cubrir del joven se manchaban de sangre tomada de sus contrincantes y sus resoplos se hacían cada vez más pesados. Uno de los soldados intentó asestar un golpe por encima de su cabeza, pero hábilmente se dio la vuelta y laceró la pierna izquierda de su enemigo. Al caer, con su mano izquierda, consiguió incrustar su arma en el cuello del Dusar y lo llevó al suelo. Tendido e inerte, los soldados que le rodeaban tomaban con fuerza sus armas, furiosos al ver la muerte de su compañero.

Tomando un respiro, alzó su mirada y observó a los Riolarz prisioneros cansados y adoloridos de las torturas, se les imposibilitaba el descanso. Los grilletes repartidos por su cuerpo les mantenía, a lo mucho, dejando el reposo de sus pesados cuerpos contra las paredes agrietadas de la mina. Entre sus filas, algunos incluso llevaban amarrados los cuerpos sin vida de algunos de sus compañeros. Los ojos agotados de muchos de ellos contemplaban la espantosa escena de la pelea; era la plena esencia de la guerra que afecta hasta el más inocente de los involucrados. . Algunos cachorros Riolar se ocultaban entre los mayores, horrorizados de lo que han visto, de lo que han vivido.

Cole se veía reflejado en ellos: Una escena de su pasado oculto entre las tiendas de campaña del campamento observando una batalla con el ardor del fuego de fondo. Los cachorros aterrorizados, las antorchas, los Dusar, el golpear del acero, era un recuerdo lúcido. En su cadera, un brillo celeste aparecía.

— Ahora —ordenaba la figura entre las sombras —, que los sargentos entren en combate.

— Sí señora. —respondía el mensajero antes de partir de nuevo. La figura reposaba sobre una barandilla dando a relucir un objeto afilando entre sus dedos con el cual jugaba al pasarlo entre sus falanges.

El sonido del marchar de los refuerzos atrajo la atención de Cole que sacaba sus armas del pecho de uno de los hombres del Ragan. Entre los pasadizos, soldados altos y musculosos llegaban a la pelea. Cinco rodearon al joven guerrero que terminaba de limpiar la sangre en su acero.

— ¿Señora...? —preguntaba el sirviente a la figura. Esta lo volteaba a ver. —Los sargentos, ¿qué son exactamente?

— Los soldados que solicitó el Ragan. Son los que se encargan de este tipo de tarea: subyugar pestes. —respondía mientras bailaba el objeto en su mano.

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