IX: La división entre la vida y la muerte

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En una cripta en el campamento Nekross, descansaban dos de los humanos. El tercero luchaba contra aquel abismo que la tragaría al descanso eterno. Los Nekross no son avanzados en tecnología, pero con medicina tradicional, lograron darle un respiro a Neve de aquella prisión que volvía claustrofóbica su esencia de vida. Los cadáveres no-muertos corrían con vendajes, hierbas, aceites esperando que la mujer no se les uniera entre sus filas aún sabiendo que dicho milagro no se le iba a conceder a ella. Era algo irónico, aquellos quienes no pudieron salvar su alma por sí mismos, socorrían sin descanso al que aún tenía esperanza.

En el centro de la plaza, yacían tres antorchas encendidas con un fuego de color verde claro. Las leyendas de la cultura Nekross cuentan que son almas de aquellos no-muertos perdidos sin un cuerpo al cual volver. Sus jaulas de carne y huesos no pueden ser reemplazadas, todo cuerpo tiene su alma y a este permanecerá hasta que perece. Sihn, ignorando el estrés de la situación, admiraba las flamas. Sabía bastante bien que por mucho que quisiera ayudar, solo lograría estorbar a quienes tenían el conocimiento. La voluntad no es suficiente para salvar vidas.

Aquella ópera liderada por la Luna y sus estrellas cantaban su último coro. El crujir de las lápidas, el mover de la tierra y el canto al amanecer de las aves indicaban el descanso de los Nekross. Hipnotizado, el viejo Nekross seguía admirando las llamas. El viento, por más que soplaba no lograba hacer tambalear la flama de una de las antorchas. Sihn, a través de sus huecos ojos, veía enamorado las memorias, las palabras y el cantar de aquella alma.

—Lussia... —susurraba el líder perdido en el fulgor del fuego.

A las afueras del campamento, en el bosque, los árboles arrullaban a la fauna que consolidaban sus últimas horas de sueño. El chucheo de los búhos, el grillar de los insectos, las caricias del viento y el choque de metales a la lejanía adornaban el paisaje. A plena vista del astro celeste, las dos armas trazaban los movimientos de sus guerreros. Las estrellas admiraban desde el firmamento las chispas del arsenal. Un tridente que arremetía sin piedad al ritmo de las incesantes olas detenido únicamente por una desgastada espada que rompía el oleaje.

Aquel joven Nekross, instruido por Sihn, era de los más experimentados en las filas de los no-muertos. El mismo líder podía asegurar que era el mejor. Su filo lograba repeler la ofensiva del hombre en su brillante armadura perlada. Sus ojos, cubiertos por el reluciente casco, no se inmutaban. Aquel armado monstruo no estaba furioso, no tenía miedo y sin dar un paso atrás, atacaba ferozmente sin parpadear, enfocado en ganar aquella batalla. En una embestida, aquel tridente logró ensartar el tórax del no-muerto. Quebró su defensa, dañó las costillas verdaderas, rozó su esternón y perforó su omoplato izquierdo empalándolo contra un árbol.

—Ahhh... —suspiró el Nekross retirándose el tridente de sus podridos huesos por el musgo —, No. Deberás seguir intentándolo, —respondió mientras aventaba el arma de su oponente a sus pies —, dentro de esa molesta armadura, sé que hay un hombre inteligente que entiende a lo se enfrenta. —aquel caballero no ejerció ningún ruido. Sus ojos amarillos daban un leve brillo cubierto de la sombra de aquel yelmo. Rahjul, poniéndose en pie mientras se apoyaba en su espada, se puso en guardia como sus iguales. Su sable bastardo se apoyaba en su hombro derecho, su antebrazo izquierdo le cubría la cara y ambas manos sostenían el arma con fuerza.

Tomando su arma del suelo y asegurándola en sus brazos, se abalanzó contra el Nekross en un parpadeo. Rahjul había enfrentado a muchos Dusar anteriormente, pero este enemigo enfrente suyo no era uno cualquiera. Acompañado del viento de la madrugada, el choque de los aceros tocaba una sinfonía en busca de una victoria. Las potentes estocadas del jinete se veían frenadas por el abominable filo del no-muerto, pero ante la frecuente ofensiva, la defensa disminuye; el Nekross retrocedía.

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