XI: Caminos separados

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El brillo del Sol iluminaba la tierra mientras los fuegos fatuos se ahogaban exhaustos de una noche oscura. Muchos Nekross descansaban bajos sus tumbas repartidas por todo el cementerio y en las escaleras del mausoleo, el líder Nekross hablaba consigo mismo. En sus flamantes ojos, se veía una idea perdida entre el ambiente y los vientos de la mañana.

"La Luna no nos abandonaría así. ¿Acaso el tiempo nos ha vuelto vulnerables a las armas mortales? ¿Será que nuestra diosa escogió eliminar esta maldición en nosotros? Y si fuera el caso, ¿por qué no hemos muerto?, ninguna criatura mortal sobreviviría en este estado..." decía el Nekross mientras admiraba su mano y sus falanges crujían con el movimiento intentando descubrir alguna verdadera razón de la aparición de la perdida llama. Aquella flama que le acompañó toda la noche brillaba con intensidad, sin moverse del todo.

Las puertas de la cripta retumbaban al abrirse. Era La Mano del Demonio que, terminando de descansar, partía. Sihn lo miró de reojo. Sus heridas seguían sin sanar completamente, pero el sangrado había detenido. Levantándose de las escaleras, admiró que el hombre caminaba sin problema alguno, pero se preguntaba si era por orgullo o una temeraria forma de soportar el dolor.

—No deberías estar ejerciendo tal fuerza. —dijo el Nekross.

—Tampoco debería estar perdiendo el tiempo. —respondió La Mano —, Agradezco de corazón la ayuda que se me ha sido brindada y acepto que estoy en deuda con su pueblo; sin embargo, —se detuvo por un momento, pensando —, ¿por qué me rescataron? Literalmente fui la razón por la cual los Dusar atacaron su pueblo. —Sonriendo levemente, el no-muerto caminó al frente y colocó su mano en su hombro izquierdo.

—No necesito razones para salvar a aquellos que lo necesitan y mucho menos a aquel que me devolvió a mis hijas. Puede que no estén intactas, —decía mientras se retiraba —, pero siguen vivas y después de tanto tiempo siguen con nosotros.

—Podrían estar enterradas o junto al batallón Dusar. —replicó La Mano.

—Pero no lo están y una vez más pude verlas después de tanto tiempo. —respondió el Nekross.

—¿Cómo sabías que estaban ahí? Peleamos bosque adentro donde no se lograba escuchar, ni ver con facilidad el combate. —preguntó. El líder Nekross apuntó al pecho del hombre.

—Esas piedras que tanta confusión te causan, son bastante importantes, además de poderosas, —decía —, mis hijas portan dos partes de una. Una piedra que yo les di. Digamos que supe de ellas por instinto. —el Nekross sonrió. La Mano seguía sin comprender la verdadera importancia de aquellas piedras. Tomando su collar, admiró una vez más el leve brillo rojo que irradiaba. Esa piedra existía en su vida desde un pasado borroso, pero había notado una diferencia desde el momento que partió de su hogar. —¿Cómo están mis hijas? —interrumpió Sihn.

—Siguen descansando. —contestó el viajero. —Neve sigue sin despertar, y Trish regresó a su cuarto. No la he vuelto a ver desde nuestra conversación. Asintiendo con la cabeza, Sihn tomó de nuevo asiento y observó las flamas verdes. La Mano, con dudas, intentó preguntar al líder no-muerto: —Señor...

—Eres libre de partir, —interrumpió el Nekross —, recuperamos tu caballo del bosque. No fue fácil, debe confiar mucho en ti. —La Mano agradeció con un gesto. —Al norte de nuestro campamento, —apuntó el no-muerto —, encontrarás el río Magad. Al cruzarlo, llegarás al pueblo Ardus de Hjalmir. Debería ser un buen lugar para continuar tu travesía.

—Comenzaré los preparativos para mi partida. —respondió La Mano —, Gracias, señor. —El hombre se retiró de nuevo a la cripta a recoger sus pertenencias. Al medio día, La Mano alistaba su montura ajustándola a su caballo. En una bolsa, cargaba su guantelete maldito y nunca lo separaba de él. Sihn y dos seguidores salían del mausoleo con viales para el viajero.

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