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Ciudad de Attos, reino de Eskambur - Grant Palace

Candace encendió una vela de pie frente a la capilla, aquella era la numero 40 o quizás la 42, ya no podía recordarlo. Había perdido la cuenta junto con la noción de los días que su hermana llevaba desaparecida.

Aunque debían ser casi ya dos meses, tiempo suficiente para que Lucien se hundiera en su propia miseria. Pues desde su regreso a Grant Palace, se la pasaba todo el día y la noche encerrado en el estudio, bebiendo hasta la inconsciencia y según decían los criados, a veces hasta llorando como un niño al que se le había extraviado su juguete favorito.

Era extraño, pensó, la manera en que la ausencia forzaba al amor a enseñar la cara.

La reina Leonor estuvo furiosa los primeros días tras la desaparición, no toleraba ni entendía la desesperación de su hijo. Para ella Maylea solo era una campirana y estaba segura de que podría encontrarle a Lucien una mejor esposa en unos meses cuando la guerra terminara.

Claro que como a cualquier madre, un par de semanas viendo el sufrimiento de su hijo le bastaron para ablandar su corazón. Entonces ella misma se puso al frente de las reuniones tácticas para la planeación del rescate, junto al general Philiph Jonsdotter y Lady Galea, quien se encontraba devastada por lo ocurrido con su sobrina.

—¿Aún reza? —La voz de Sir Iliam vibró a su espalda.

—Tengo que —Contestó girando sobre sus zapatos para quedar frente al caballero.

Quien iba vestido aquella mañana con su nueva armadura de acero y filigranas, ya casi que completamente sano.

—Los dioses no le regresarán a su hermana —Le dijo sin un ápice de sutileza —. Puede que mis soldados lo hagan, pero no los dioses ni todas sus lágrimas.

—Todos luchamos con lo que tenemos. Usted tiene su espada y yo mi fe.

—Usted tiene mucho más que eso, mi lady —Aseguró dando un paso al frente.

Candace lo observó acercarse, con aquel paso firme y gallardo que hacía derretir tanto a las mujeres solteras como a las casadas. Lucía increíblemente bien con esa armadura y ni hablar de sus cabellos ensortijados, los cuales dejó crecer en las últimas semanas.

–Cuidado —Advirtió apartando la vista de su cuerpo para evitar ruborizarse.

El acero de la armadura volvió a tronar cuando Iliam dio otro paso al frente.

—¿Con que? —Preguntó sonriendo —. Mi espada está en su vaina.

—¡Sir Bulloch! —Candace le clavó los ojos almíbar como dos agujas a un muñeco de trapo, escandalizada —. Cuide su boca.

—Me disculpo —Sonrió —. Siempre fui pésimo con los juegos de palabras.

Dio otro paso.

—Deberíamos volver. No es correcto que estemos a solas en la capilla, ademas aquí...

—Aquí no está el vizconde Maskel para vernos —La interrumpió con un dejé de fastidio.

Aún recordaba la expresión de cachorro abandonado que había puesto Lady Candace cuando apareció en sus aposentos a suplicarle que la ayudara a orquestar semejante estratagema. ¿Por qué había aceptado? Quizás fue la fiebre, o los huesos que todavía tenía rotos.

Jamás lo sabría. De lo que sí estaba seguro era que, pretender que cortejaba a Lady Candace mientras ella fingía corresponderle, era agotador. Pues se sentía como un pez persiguiendo una carnada que ya sabía jamás podría obtener.

—Será solo por un mes, en lo que Pietro se marcha —Habían sido sus palabras.

Pero luego pasó lo qué pasó y Pietro no pudo marcharse.

OSBORNE: El destino de una dinastíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora