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Cerca al pueblo de Lille, reino de Ekios - Varlett Mansion

—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —Volvió a preguntar Maylea, que se encontraba sentada en el borde de la cama.

—Ajá —Murmuró Lucien haciendo un ligero movimiento con la cabeza, quizás porque era la quinta ocasión que se lo preguntaba o tal vez porque su hombro estaba más lastimado de lo que se atrevía a admitir.

No, lo de saltar del caballo no había resultado tan bien como ella esperaba, pero tampoco tan mal si consideraban cuáles eran sus otras opciones. Si Milkshake hubiese arrojado a Lucien sobre aquellos troncos, Maylea se habría convertido en la reina viuda más joven de la historia de Eskambur.

—Aun te sangra la ceja —Dijo tomando una de las toallas blancas que las criadas le habían llevado junto al alcohol y el botiquín, para limpiarlo.

—Estoy bien, Maylea —Repitió el moreno deteniéndola con la mano izquierda.

Entonces quiso ponerse en pie pero una lancinante punzada de dolor en su costado derecho lo obligó a permanecer sentado, detalle que por supuesto la observadora doncella no pudo ignorar.

—No dejaste que el doctor lo hiciera, así que al menos tienes que dejarme a mi. Seré delicada —Le prometió levantando la toalla en el aire una vez más.

Lucien sonrió, pues sabía que reírse le resultaría demasiado doloroso.

—¿Tu delicada? —Cuestionó frunciendo el ceño y abriendo mucho los ojos, como si lo que acababa de escuchar fuese una completa locura.

Entonces Maylea soltó una risita en lugar de molestarse o regañarlo, quizá, pensó el joven, era porque se sentía algo culpable, después de todo fue ella quien le pidió cometer semejante desfachatez. La miró por un par de segundos, enseñando los dientes perla mientras le revisaba las heridas con algo de preocupación en sus ojos almíbar.

—Si, delicada —Dijo al tiempo que le presionaba la herida en la ceja con mas fuerza de la necesaria.

—¡Oye! —Gruñó Lucien moviendo la cabeza con brusquedad, lo que provocó que un corrientazo de dolor le recorriera el hombro y parte del cuello.

Maylea volvió a reírse.

—Eres aún mas débil de lo que pensé —Dijo intentando acercar su mano nuevamente a su rostro.

—¡Aléjate! —Exclamó Lucien con expresión severa.

—Lo siento, lo haré con cuidado esta vez —Prometió levantando las manos en el aire como señal de paz.

Pero a Lucien no le importaban sus promesas, llevaba peleándose con todo el mundo y cayéndose de todos lados desde que aprendió a caminar y siempre aguardaba a que sus heridas sanaran solas, pues la única persona que solía curarlo con cariño ya no podía hacerlo.

—¿Me pasas la camisa? —Preguntó apuntando hacia la silla de madera en la que una de las criadas le había dejado lista una muda de ropa.

—Si te quedas así, mañana nadie va a reconocer tu cara, al menos ponte hielo —Insistió Maylea genuinamente preocupada en aquella ocasión.

—El hielo no puede curar unas costillas rotas. La camisa por favor —Pidió apoyando la mano sana en la cama para ver si lograba levantarse.

Maylea rodó los ojos ante su terquedad antes de caminar hasta la silla para tomar la ropa limpia y llevársela.
El doctor había dicho que tenía un hombro dislocado y tres costillas rotas, además de los rasguños y la ceja  sangrante que le resaltaban en la cara, como si en lugar de volar casi un metro para aterrizar sobre cultivos de vides, se hubiese agarrado a puños con un oso salvaje.

OSBORNE: El destino de una dinastíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora