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Ciudad de Ark, reino de Zoren - palacio imperial

El larguísimo espejo con forma rectangular que se ubicaba en una de las paredes del baño de la habitación de los reyes de Eskambur, reflejaba aquella mañana a un joven muy bien arreglado, con los cabellos negros aún húmedos y un chaleco gris adornado por botones dorados que iba a juego con sus ojos.

Las heridas en su cara que despertaron tantos rumores a su llegada a la corte, habían comenzado a cicatrizar, mientras que el dolor provocado por su hombro y sus costillas se convirtió en una leve molestia.

Estaba listo, pensó, observándose en el espejo. El sol acababa de asomarse en el alba y él ya se encontraba en pie para resolver más problemas de los que debería tener cualquier joven de su edad.

Pero es que él no era cualquiera y pese a todo tampoco deseaba serlo.

Abandonó el baño tras arreglarse el cuello de la camisa blanca, caminando un poco más lento de lo habitual, pues no pretendía despertar a Maylea. Sin embargo le bastó con poner un pie en la habitación para notar que la única ocupando la cama era su frontera de cojines; la cual pese a su tregua con la reina, continuaba presente en sus vidas.

—¡Buenos días! —Escuchó exclamar a una enérgica voz que emergía desde el balcón —. ¿Dormiste bien, querido esposo? —preguntó Maylea apareciendo frente a él con una bandeja entre las manos.

Lucien la recorrió con los ojos evidentemente desconcertado, ya que al levantarse la había dejado durmiendo entre las sábanas. La morena aún vestía la túnica de pijama y tenía los cabellos recogidos en una trenza, no obstante, la bandeja que cargaba se encontraba repleta de alimentos. Panes recién horneados, tazas humeantes de café, frutas, quesos y más cosas de las que ambos serían capaz de comerse sin ayuda.

—¿Que haces? —Preguntó entrecerrando los ojos.

—Fui a traer el desayuno —Obvió con una sonrisa perfecta dibujada en los labios —. Ven, come en la mesa —Instó dando unos cuantos pasos hasta la zona de la habitación donde se ubicaba un pequeño comedor.

Conformado por una mesa de madera ovalada y dos sillas que le hacían juego. En ellas también estaba tallado el estandarte de la casa Osborne, cómo en cada rincón del palacio al que mirasen.

—¿Por que te quedas ahí? —Volvió a hablar Maylea al notar que su esposo no se movió ni siquiera un centímetro —. Va a enfriarse —Dijo caminando hasta él para sujetarlo de la mano.

—Sabes que tenemos personal del servicio que se encarga de traer el desayuno ¿verdad? —Preguntó Lucien al tiempo que se dejaba arrastrar por sus pequeñas manos.

—¿Cuantas veces tendré que recordarte que yo trabajaba aquí? —Dijo arrugando la nariz de forma tierna.

Lucien no puso resistencia cuando lo hizo sentarse en una de las sillas, simplemente se dedicó a mirar cómo se inclinaba sobre la mesa para ir tomando cosas de la bandeja y ponerlas en un plato. Luego acomodó todo en la mesa frente a él y sacudió una servilleta en el aire para ponérsela en el cuello.

—¿Que haces? Puedo hacerlo solo —La detuvo estirando la mano para quitarle el pedazo de tela blanco, pero Maylea se negó.

—No, lo haré yo —Dijo en tono autoritario, pero sin permitir que su sonrisa de perlas se desvanecería —. Debo aprovechar mi oportunidad ¿recuerdas? Ser una buena esposa —Agregó.

Entonces se inclinó ligeramente hacia adelante, reduciendo la distancia que separaba sus rostros de manera abrupta. Lucien la sintió respirar sobre su piel, aspiró el olor a vainilla de su perfume y sin querer fijó los ojos en el escote de su pijama, el cual desde ese ángulo era mucho más generoso de lo habitual, pues la tela blanca y holgada permitía ver a libertad los pequeños senos redondos de la doncella.

OSBORNE: El destino de una dinastíaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora