Capítulo 7

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16 de junio


Supongo que me he esforzado por engañarme, por decirme a mí mismo que estaba genial, que me sentía libre ahora que Lucas ya no estaba, pero el mental breakdown que he tenido esta mañana me ha demostrado justo lo contrario. Llevo tres días con el piloto automático activado: sin sentir, sin pensar, dejándome llevar por lo fácil, por lo cotidiano, por todo eso que no hace daño. Sin embargo, ha sido pararme a sentir, a sentirme a mí, a despertar de esa ensoñación en la que estaba sobreviviendo, y derrumbarme. Lo que más me jode es que todo haya empezado con una simple paja. Si lo llego a saber, me meto la manita por el culo.

Estamos en el sótano. La abuela llegó poco antes de la hora de comer y, al verme con los ojos enrojecidos, me preguntó, una vez más, si necesitaba hablar. Le dije que no, para variar, y ahora me arrepiento. Quiero hablar con ella, expresar cómo me siento ahora que he abierto la compuerta, pero no sé ni por dónde empezar. Supongo que no me queda otra que seguir abriendo cajas mientras busco la excusa perfecta para desencadenar la conversación sin parecer desesperado.

—En esta caja solo hay trastos —se queja la abuela.

—Entonces, ¿la pongo con las demás?

—Sí, déjala en el montón y luego aviso al ayuntamiento para que se las lleven.

Llevamos casi tres horas metidos en la cueva que se esconde bajo los cimientos de la casa. El polvo pulula a sus anchas y me obliga a estornudar de tanto en cuanto. Mis abuelos han estado acumulado mierda aquí debajo desde el día en que se casaron, y eso es demasiado tiempo, si me preguntas.

Hemos encontrado un poco de todo por el momento. Una de las cajas estaba llena de juguetes siniestros de la infancia de mi madre y creo que el hecho de que jugasen con cosas tan horripilantes explica muy bien la cantidad de issues que tiene la generación de nuestros padres. También hemos tirado varias vajillas antiguas, de esas que siempre se guardan "por si acaso" pero que luego nunca terminas utilizando. Y ya, para rematar, ha aparecido una colección roída de revistas de jardinería que mi abuela estuvo coleccionando durante años pero que, según me ha dicho, nunca se ha llegado a leer. En definitiva, mucha basura que nos empeñamos en llamar recuerdos en busca de la excusa perfecta para almacenarlos. Por suerte, la abuela ha aceptado tirar todo lo que sabe que no va a utilizar, y ha guardado solo un par de cosas para mantener viva la llama de la nostalgia.

—Ya solo quedan dos —sueno aliviado, y la abuela ríe.

—Por suerte, que menudo tute te estoy dando.

—Anda ya, pero si ha sido idea mía.

—Espero que esté en alguna de estas... —susurra para sí.

—¿Estamos buscando algo? —la miro sin comprender.

—Puede ser —duda—, si la memoria no me falla.

—Solo hay una forma de saberlo —me puede la curiosidad.

Cojo el cúter y corto el embalaje con mucho cuidado, sin hundir demasiado la cuchilla. Si estamos buscando algo importante para la abuela, no quiero ser yo el que lo rompa. La caja se abre casi por inercia, como si quisiera que descubriéramos lo que ha estado guardando todo este tiempo. Ayudo a las solapas a abrirse y aparece un trozo de tela vaquera que no soy capaz de identificar.

—Ay —exclama la abuela—, ¡la chaqueta del abuelo!

La coge con cariño y se la lleva a la nariz, en un intento desesperado por olerle una vez más. Estoy casi seguro de que tiene que oler a cerrado y a polvo, pero prefiero no decir nada y dejarla vivir su momento en paz. De debajo de la chaqueta aparece una bomber que me quedaría de maravilla; escarbo un poco más para ver qué encuentro y la caja está repleta de sudaderas, camisetas y pantalones vintage que son una pasada. Parecen sin estrenar.

Cuando aprendí a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora