Capítulo 18

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22 de junio


Odio el color blanco.

Y no, no me parece exagerado afirmarlo, porque es un hecho. Lo peor de todo es que he sido consciente de esta realidad mientras desmontaba la maleta en una triste y desesperada búsqueda por encontrar algo que ponerme para la fiesta de mañana. Por ahora, solo he dado con unos calzoncillos, decenas de pares de calcetines altos de Adidas (que me encantan), unas deportivas y un par de camisetas que suelo ponerme para combinar algún que otro outfit.

«Pero no puedo ir a una fiesta en calzoncillos, con calcetines altos y una camiseta básica», resuena una vocecita en mi cabeza y, por muy sorprendente que parezca, sé que tiene razón.

La vibración del teléfono me trae de vuelta al dormitorio. Estoy arrodillado en el epicentro de una catástrofe sin precedentes (la ropa está desperdigada por toda la habitación) y busco el móvil sin mucho acierto entre los restos de la masacre de tela, hasta que me encuentro con el brillo de la pantalla asomando a través de la pernera de uno de mis bañadores.

Es una videollamada de Milo, así que lo cojo sin pensar.

—Estoy en crisis —se me ocurre decir.

—Lo sé -suena jocoso—, por eso te llamo.

«Es verdad —me recuerdo—, si le mandé un whatsapp.»

Le busco en la pantalla del móvil y ahí está, apontocado en la silla gaming que le regaló su padre para paliar la burrada de horas que pasa apostado delante del ordenador. Está sonriente, mirándome de medio lado, mientras controla la partida, de a lo que quiera que esté jugando, por el rabillo del ojo. Lleva puesta una gorra que le recoge el pelo hacia atrás y va con el torso al descubierto, supongo que porque en Madrid debe de hacer un calor de mil demonios.

—Cuéntame el drama —se impacienta.

Inspiro profundamente, apoyo el móvil en la mesita de noche y me dejo caer de culo contra el suelo, liberando mi desasosiego en un suspiro.

—Me han invitado a una fiesta ibicenca —suena menos grave de lo que parece, así que añado en tono dramático—, mañana.

—Está bien —devuelve la mirada un segundo y vuelve a sonreír—. Y... —comienza él para dar paso a mi siguiente frase.

—Y tengo que ir de blanco.

—Lo daba por hecho, es el punto de una fiesta ibicenca, Rodri —se le escapa una risita tonta sin apartar la mirada de la pantalla—. Pero, ¿cuál es el problema?

—¿Lo dices en serio? —me acerco un poco más al móvil para dejar clara la gravedad del asunto—. Me conoces mejor que nadie, Milo. Me he pasado media vida trabajando mi identidad alrededor de los colores oscuros —y señalo alrededor para enfatizarlo—, sabes que mi límite está en los tonos tierra —«y porque no me queda otra, ya que mi madre se ha empeñado en que deje de vestir siempre de negro y me regala ropa nude cada vez que ve la ocasión»—. Además, ¿cuándo me has visto tú ir entero -remarco la palabra- de blanco?

—Nunca, pero estarías bien guapo —dice como si nada.

—Es que no tengo un outfit ni siquiera parecido —decido ignorarle—, solo un par de camisetas básicas y las deportivas. Encima, se me ha hecho tarde para ir a comprar —añado a la queja.

—No será que no has tenido todo el día —me recrimina.

Me limito a resoplar porque sé que tiene razón.

—Lo sé —me rindo, dejándome caer contra el costado de la cama—. Pero es que no te imaginas cómo me puse ayer otra vez. Esta gente va a ser mi ruina —intento dramatizarlo, pero se me escapa una sonrisa al pensar en ellos—. Parece ser que llegué a casa a eso de las ocho de la tarde, todavía no se sabe ni cómo, y, tal cual entré por la puerta, dice mi abuela que subí las escaleras sin mediar palabra y que me acosté. Lo último que recuerdo de la playa es estar comiéndonos la tortilla de patatas que llevé; que estaba riquísima, por cierto —levanto un dedo para enfatizar el apunte—. El resto del día no es más que un borrón y, claro, eso se traduce en una resaca de tres pares de narices que todavía estoy arrastrando.

Cuando aprendí a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora