Capítulo 29

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28 de junio  Día 3


El coche se detiene frente a un murito blanco que nos corta el paso y puedo leer un cartel que anuncia «Playa de Maro». Harry aparca junto a una palmera y bajamos del corcel estirazándonos como si llevásemos diez horas subidos cuando no hemos tardado más de veinte minutos en llegar. Nos repartimos los bártulos del maletero como bien podemos y empezamos a bajar por un caminito sinuoso que lleva (quiero entender) hasta la playa.

Echo un vistazo a mi alrededor para ubicarme en el tiempo y el espacio, y me encanta lo que veo: la cala está escondida entre riscos, apartada de la civilización; en el que hay más al fondo se alzan a duras penas los restos de un torreón aplacado por el paso del tiempo, el cual me recuerda mucho al que hay en el cerro de la abuela, en La Herradura; el sitio rebosa de una vegetación que ayuda a esconder aún más la playa, regalándole una privacidad que se agradece, sobre todo si el plan es pasar la noche ahí abajo, a la intemperie; el agua brilla con un turquesa que hipnotiza; y, por lo que puedo ver, la orilla está recubierta de la clase de arena fina que te acaricia las plantas de los pies con cada paso que das.

—¡Eh! —me saca un grito del mundo al que he viajado.

—¡Ya era hora! —dice otra voz que me suena mucho.

Me asomo con cuidado al borde del risco y me encuentro con Sara y Nívea, que nos saludan con efusividad desde la orilla. Les regalo una sonrisa y agito la mano con discreción, mientras que Lisa las saluda como si llevase cinco años sin verlas y corre camino abajo para ir a su encuentro. Es entonces cuando entiendo que esto es un plan de grupo, así que oteo el sitio para dar con el resto, y ahí están; un poco más arriba, a una distancia prudencial del agua del mar, Pino y Sastre están montando un campamento con tiendas de campaña y otros bultos que no consigo distinguir desde aquí arriba.

—Bienvenido al día tres —me sorprende Harry por detrás.

—¿No te cansas de hacerlo todo bien? —le pregunto jocoso.

Una sonrisa se le dibuja de oreja a oreja y yo disfruto de ella.

—En realidad... —cambia el peso de un pie a otro, balanceándose—. Es parte de mi redención por haberme comportado como un capullo, pero no estaba seguro de si te apetesería el plan.

Entrecierro los ojos, amenazador y levanto un dedo.

—Lo primero es que no tienes que redimirte por nada, así que en este mismo instante se acabó la redención —intento sonar serio, porque no quiero pensar que esa es su única motivación para haberme impresionado estos días atrás.

—Era una broma —suena temeroso—, pero vale, noted [58].

—Y lo segundo, y más importante, ¿cómo no me iba a gustar esto? —y señalo al paraíso que nos rodea.

—No lo sé —se retuerce nervioso—. Pero tuve que arriesgar si quería seguir adelante con el grupo de apoyo —apunta él—. Así que me alegro de que te guste.

—Es perfecto —«como tú», me ahorro—. Lo único es que...

—Está todo pensado —me corta—. Tú duermes en mi tienda.

—¿Contigo? —se me escapa en un desliz.

—Claro que conmigo —tuerce el gesto, divertido.

«Bendito grupo de apoyo», rezo para mí, agradecido.

—Va-vale —asiento no muy convencido.

Cuando aprendí a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora