16 de junio
El ruido de la puerta al cerrarse me despierta de golpe. Estoy aturdido y siento una fuerte quemazón en la mayor parte de los músculos de mi cuerpo por el esfuerzo del día de ayer. Al final, conseguimos hacer cuatro de las cinco tareas que tenía pendientes la abuela (ya solo nos queda ordenar el sótano), pero las consecuencias llegan hoy en forma de agujetas. El portazo ha debido de ser ella marchándose con sus amigas para tomar el vermú del domingo, pero, entonces, ¿qué hora es?
Busco el móvil con poco atino y, cuando por fin lo encuentro, me sorprendo al descubrir que son cerca de las doce del mediodía. El arreglo de la persiana ha cumplido con su cometido. Solo por eso ya han merecido la pena las agujetas que tengo y las que están por venir.
Cuando consigo enfocar la pantalla, me encuentro con la clásica notificación de mi madre dándome los buenos días, el grupo de mis amigos de toda la vida pidiendo fotos de mis apasionantes vacaciones de verano y una decena de mensajes de Milo, mi mejor amigo, que sigue preocupado por mí y lo ha querido demostrar bombardeándome con audios borracho a las cuatro de la mañana. Quiero decir, lo entiendo. Cuando Lucas me dejó, le llamé llorando, desconsolado, al borde de un ataque de pánico y, desde entonces, todo lo que sabe es que he huido de la gran ciudad para pasar mi verano post-carrera en un pueblucho de la costa. A seis horas de casa. A seis horas de él. Y, poniendo las cartas sobre la mesa, Milo y yo no estamos acostumbrados a pasar tanto tiempo el uno lejos del otro, y mucho menos sin hablar.
Estoy siendo un capullo con él, ahora me doy cuenta.
Me lo pienso un momento antes de reproducir el primer audio de veinte segundos, pero lo termino pulsando porque me puede la curiosidad.
"Eres un cabrón. Coges la maleta, me mandas un mensaje de mierda y te vas tres meses, así, sin más. Y yo aquí, abandonado, sin mi mejor amigo todo el verano. Te parecerá bonito —se hace una pausa que viene acompañada de una respiración pesada—. Te quiero mucho, Rodri. Vuelve ya."
Vale, definitivamente no estoy preparado para afrontar la que se me viene sin antes meterme un buen café en el cuerpo. Marco la conversación como no leído (para que no se me olvide contestar), dejo el móvil de vuelta en la mesita y empiezo a estirazarme en la cama. Las sábanas me acarician casi cada centímetro de la piel, haciéndome estremecer en el sitio, y, entonces, soy consciente: la tengo durísima. Como la primera mañana, y la segunda, y bueno, como cada mañana desde que tengo uso de razón. La diferencia reside en que, con mi abuela en casa, no he tenido tiempo de darle el cariño que se merece y eso, hoy, está a punto de cambiar.
Deslizo la mano torso abajo, acariciándome con delicadeza la hilera de vello que guía hasta mi entrepierna. Se me pone la piel de gallina al sentirme a mí mismo, y eso me encanta. Al encontrarme la erección, la agarro sobre la ropa interior y se me escapa un gemido ahogado.
Echaba de menos tenerla palpitando entre los dedos.
Me abrazo el glande con cuidado, haciendo movimientos lentos y circulares para ejercer la presión justa, simulando como si estuviera entrando y saliendo del sitio indicado. La tela está empapada y, ahora, también mi mano. Reúno todo lo que puedo con la yema de los dedos, jugueteo con mi precum, sintiendo su densidad, recreándome, y entonces me lo llevo a la boca.
—Pufff —suelto sin querer, porque me sabe a gloria.
Vuelvo a bajar la mano despacio, con cuidado, pero esta vez noto la humedad en el dorso en lugar de en las yemas. La sábana se está empezando a manchar, así que lo mejor será que me lleve la fiesta a la ducha. Allí no tengo que preocuparme de nada.
Pego un salto de la cama, cojo la toalla que hay colgada detrás de la puerta y me escabullo en un par de pasos hasta el cuarto de baño grande, el que está entre mi habitación y la de mi abuela.
Los calzoncillos me sobran. Si total, están chorreando y tengo ya media polla fuera llenándome el ombligo de líquido preseminal. La verdad es que odio lubricar tanto. Sé que hay personas a las que les encanta, les parece súper morboso, pero eso es porque no tienen que cambiarse de calzoncillos o darse una ducha cada vez que se ponen cachondos de más.
Entro en la ducha sin buscarme en el espejo (la verdad es que no me apetece encontrarme con la cara de perturbado que se me pone cuando estoy en este mood) y pongo el agua bien caliente, para equipararla a mi temperatura corporal, que no quiero coger frío. Cuando la mampara se empieza a empañar, me aprieto contra ella mientras me masturbo con ganas, con entusiasmo. Tengo la frente apoyada en el cristal y los gemidos cada vez van a más. Llevo tanto tiempo sin correrme que solo necesito un último empujoncito para terminar.
Entonces pienso en la última vez que me corrí allí, contra esa mampara. Y aparecen sus ojos, y su respiración en mi oído, y el chasquido del agua al estrellarse nuestros cuerpos, y su nombre: Lucas. Porque sí, el verano pasado Lucas vino a vernos unos días y follamos día sí y día también contra aquel cristal. La de cosas que había visto y oído este cuarto de baño.
«Pero Lucas ya no está», escucho en algún lugar dentro de mí.
Y el sudor, el agua y las lágrimas se empiezan a entremezclar. Ya ni siquiera la tengo dura. Ha sido pensar en él, en que no va a volver, y sentir el frío incluso debajo del agua hirviendo. Para cuando quiero darme cuenta, estoy hecho un ovillo en la esquina de la ducha, llorando sin consuelo mientras el agua corre. Tengo la esperanza de que se lleve consigo la punzada que siento en el pecho, de que se cuele por el sumidero y termine perdida en mitad del mar; pero no, no lo hace, porque, ahora mismo, hay pocas cosas que puedan curar el daño que Lucas me ha hecho.
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Cuando aprendí a quererte
Teen FictionJunio de 2019, Rodrigo acaba de terminar el último curso de universidad y, tras meses contando los días para el que iba a ser el mejor verano de su vida, todo se tuerce. Su novio, después de cuatro años juntos, ha roto con él y Rodrigo necesita hui...