Capítulo 5

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15 de junio


Los primeros rayos de sol se cuelan entre las rendijas de una persiana que, castigada por el paso del tiempo, no se cierra del todo. Maldigo en silencio y miro la hora en el móvil: las siete de la mañana. Genial. Si no me fallan las cuentas, y en un principio diría que no, eso quiere decir que he estado en la cama, aproximadamente, tres horas. Sobre las cuatro de la mañana, la abuela me despertó para que me subiera a dormir y, aunque caí rendido nada más tocar el colchón, no me noto el cuerpo descansado. Si sigo amaneciendo a esta hora lo que queda de verano, dudo mucho que llegue vivo a septiembre.

Decido alargar un poco mi estancia entre las sábanas comprobando todas las notificaciones de mis distintas redes sociales. No hay nada destacable: un buenos días de parte de mi madre, algún fueguito a una foto que subí anoche en el espejo del baño antes de meterme en la ducha (al mejores amigos de Instagram, que la abuela me ve las historias), un par de likes en un meme de Twitter y trece comentarios en un TikTok que grabé con Lucas hace un par de meses.

Me quedo mirándonos un rato. Estamos haciendo un estúpido tag para parejas felices en el que no paramos de sonreírnos y de mirarnos, casi como si nos quisiéramos. Pero, ¿es eso cierto? Intento buscar la respuesta en nuestros ojos, pero no estoy seguro. Yo creo que sí, que yo le quería, pero, ¿y él? Si ha sido capaz de dinamitar todo lo que habíamos construido con tan solo una discusión, supongo que no.

—Suficiente móvil por hoy —me digo en voz alta.

Lo dejo encima de la mesita de noche, salto de la cama y me desperezo ante el espejo, recibiendo la imagen de cada mañana. Eso sí, esta vez los calzoncillos son de un gris marengo que, para que engañarnos, me quedan de maravilla. Me pongo un pantalón de chándal corto, una camiseta andrajosa y unas chanclas de meter que utilizo para estar por casa. Listo.

El móvil se queda en la mesita de noche cuando salgo por la puerta de la habitación. De todos modos, lo único importante era responder a mi madre y eso ya lo he hecho, así que me sobra. Es otro de los objetivos de estas vacaciones: desintoxicarme de tecnología y sucedáneos. Por algún lado habrá que empezar.

Me deslizo escaleras abajo, cruzo por el salón y me dirijo a la cocina. Huele a café recién hecho y a pan. Supongo que la abuela habrá bajado al pueblo a comprarlo salido del horno para el desayuno. Nada más entrar en la cocina, me la encuentro subida en lo alto de una escalera de mano limpiando los azulejos más altos, esos que están escondidos detrás de los muebles superiores. Sus pies están bailando, de puntillas, sobre el endeble metal.

—Te vas a matar —le recrimino.

La abuela da un saltito en el sitio y yo la sujeto a tiempo, antes de que caiga rodando escaleras abajo.

—Me vas a matar tú de un susto —se queja—. ¿Eres un gato?

—Casi —me río.

Baja con cuidado, hasta tocar el suelo, y me atiza con el trapo.

—Me lo merezco —reconozco.

Ella sonríe y comprueba, en un vistazo rápido, si los azulejos se ven limpios desde abajo. No parece convencida. En la mesita de la cocina hay una taza de café, un cesto con bollería casera y pan junto a la tostadora, por si prefiero desayunar lo mismo que ella. Me dejo caer en la silla que pega al ventanal, cojo la taza y le pego un sorbito. Está templado.

—¿Por qué no me has esperado?

—¿Para desayunar? —me mira sin comprender.

—No —niego divertido—. Para ayudarte.

Cuando aprendí a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora