Capítulo 26

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27 de junio  Día 2


La abuela me mira sonriente desde el marco de la puerta con una sonrisa que no le cabe en la cara. Ayer, nada más llegar, tuve que contarle toda la cita con Harry, desde el atardecer en el faro hasta la cena en la única hamburguesería con comida vegana que hay en todo el pueblo, y, con cada nuevo detalle que le relataba, el shippeo fue cogiendo forma en su cabeza. Ya he comprendido que da igual lo que diga o la excusa que quiera ponerle, ella ha decidido que el «chiquito británico» (como lo llama cuando olvida su nombre) y yo vamos a acabar felices y comiendo perdices (de soja).

No la culpo, yo llevo pensando lo mismo desde el primer día.

Un pitido me avisa de que mi compañero del grupo de apoyo ya ha llegado, así que me despido de la abuela con un beso en la cabeza y me escabullo antes de que diga algo inapropiado.

—¡A las diez en el cine! —escucho de fondo.

—Sí —respondo en el mismo tono.

Harry me está esperando apoyado en la puerta del descapotable con las gafas de sol puestas y una sonrisa que me pide a gritos que le bese. Pero me contengo, que estamos a día dos.

«Ya veremos en el veintiuno».

Le saludo con un gesto de cabeza y él hace lo propio, subimos al coche y conduce hasta el pueblo. Al parecer, el plan es pasear por las callejuelas, descubrir el casco antiguo y disfrutar del atardecer desde la parte alta. Y eso hacemos. El coche lo aparcamos en la cochera de Harry, al lado de su trabajo, y ya aprovechamos para pasar por el hotel para devolverle las llaves al tonto de Pino. Afortunado yo, que justo lo pillamos atendiendo a unos clientes y le pide a Harry que deje las llaves sobre la mesa con la mirada.

—Qué mala suerte —se apena Harry—. Tenía ganas de verte.

—Ya... —finjo creerle—. Bueno, la próxima vez.

Dejamos atrás el hotel y nos metemos por la primera callecita a la derecha, una de suelos empedrados que está atestada de tiendas, casas y plantas a ambos lados. Es fácil diferenciar donde se compra de donde se vive porque los comercios se han tomado la molestia de dejarlo claro, ya sea pintando las puertas de un tono turquesa, a juego con su cartelería, o cubriendo sus paredes con madera. La cosa es que, en apenas diez pasos, puedes elegir entre ir a la peluquería, comprar algo de ropa, llevarte un recuerdo de la Herradura o ir al clásico gimnasio de barrio dispuesto para los vecinos. Nosotros no hacemos ninguna, simplemente paseamos empapándonos del buen ambiente que hay.

Un par de calles después, llegamos hasta una escalera infinita y sinuosa que parece guiarnos hasta nuestro destino. Le miro en silencio, rogando con la mirada que no me haga esto, pero él ya ha elegido el camino.

—Seguro que no es para tanto —se justifica.

Dos pulmones después, empapado en sudor y con alguna que otra agujeta prematura, llegamos arriba del todo. Para Harry, el señor deportista de élite, esto no ha supuesto nada; pero para mí, Rodrigo, el rey del sedentarismo, hubiera sido mejor partirme un tobillo y acabar en el hospital.

—Hemos llegado —dice inmutable—. ¿Ves? No ha sido...

—Una palabra más —le corto como puedo—, y te tiro.

Señalo hacia las escaleras que, desde aquí, se ven incluso más escarpadas. A él se le escapa una carcajada que yo intento imitar, pero en su lugar me pongo a toser de pura fatiga.

«Barrio Alto» —le escucho decir con cierta melancolía.

Levanto la cabeza con la poca energía que me queda y veo el cartel que Harry estaba leyendo. El nombre tiene sentido. Y, sin embargo, hay otra cosa que roba mi atención: justo al lado, ocho escalones más arriba, se esconde un jardín lleno de colores. Las paredes lucen decenas de claveles rojos que reposan, orgullosos, sobre distintos maceteros teñidos de vida; un poco más arriba, el verde toma el relevo y un centenar de plantas (que no sé reconocer) convierten el lugar en una selva en miniatura; y, en el fondo, una cascada de flores violáceas fluye sin descanso desde el balcón de la casa principal.

Cuando aprendí a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora