14 de junio
Aparcamos en la parte de atrás del mercado después de escuchar la canción cuatro veces más, en bucle. Sigo sin terminar de asumir lo que acaba de pasar, pero ya tendré tiempo de analizarlo en profundidad. Ahora, es momento de concentrarse en esquivar todos los carritos de la compra que van a intentar arrollarme con tal de conseguir un filete de pescado fresco.
Pasamos por al lado del grafiti de una tortuga en tonos azules, que decora un lateral del mercado, contrastando con el blanco de las paredes y con el verde de lo detalles, y por otro de un pescado gigante que se enfrenta a la tortuga. La verdad es que le dan un aspecto más actual al edificio. Junto a la puerta, hay tres mosaicos que describen el interior del edifico: en uno, está dibujado el mar con una red abarrotada de peces; en el contiguo, una serie de tonos verdes y anaranjados simbolizan los huertos de la zona; mientras que en el último de ellos hay vacas y embutidos en color tierra. En la puerta, un cartel de "prohibido perros" da la bienvenida al mercado del pueblo.
Nada más entrar, el olor a pescado lo inunda todo, del mismo modo que el barullo de los más madrugadores, y que los gritos de algún que otro comerciante, que trata de convencer de que su producto es el más fresco de todos. Mi abuela y yo somos vegetarianos, por lo que nos saltamos toda el área de carnaza y mar, llegando sin dificultad hasta un puesto que está algo más tranquilo: la frutería.
Una robusta señora de pelo blanquecino está recolocando los aguacates en una cesta cuando nos escucha entrar y nos mira por encima de unas enormes gafas (que lleva anudadas al cuello).
—¿Qué te pongo, Gris? —pregunta desde detrás de la caja.
—Lo que tú me digas, Paquita.
—¿Lo quieres para ahora mismo o te lo doy más verde?
—No, no —niega mi abuela—. Tenemos pensado hacer macedonia de fruta para cenar, así que lo que tengas ya maduro.
—Pues mira, tengo albaricoques, ciruelas, paraguayas, nectarinas, mangos, manzanas... —se lleva la mano al mentón, para pensar—, aguacates, que están buenísimos, y... sandía. Los melones los tienes que dejar un par de días para que estén dulzones.
—¿Y las cerezas cómo están?
—Parecen chuches.
—Pues me vas a poner... una caja de cerezas, un melón, una sandía y un par de lo demás y así le echamos de todo, ¿no?
La abuela me mira en busca de mi aprobación y yo me limito a asentir, sonriente. Es entonces cuando la señora de la frutería repara por primera vez en mi presencia y me escruta en silencio, analizando cada detalle de mi persona.
—¿Este es tu niño?
—Sí, mi Rodrigo.
—¿El de Carmen?
—Sí, el mayor.
—¿El otro cómo se llamaba?
—Mi Erwin, que no ha querido venirse. Dice que se aburre.
—Claro, si es que los niños de hoy en día ya no están hechos para la vida del pueblo. Se aburren. Les sacas de sus consolas, sus redes sociales y de ver YouTube, y no saben qué hacer. Mis niños están igual, no te vayas a pensar.
—Si es que hay tiempo para todo —se resigna mi abuela.
—Bueno, pero por lo menos tienes a tu Rodrigo aquí contigo.
—Es único en su especie este niño, te lo digo yo.
—Ya se ve, ya.
Y durante toda esta incómoda conversación que se desarrolla casi como si no estuviera delante, yo tan solo me ciño a interpretar una humildad fingida. Si abro la boca, me temo que podamos perder aquí el resto de la mañana y no se me ocurre un plan que me apetezca menos. Así que no digo nada, será mejor para todos.
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Cuando aprendí a quererte
Novela JuvenilJunio de 2019, Rodrigo acaba de terminar el último curso de universidad y, tras meses contando los días para el que iba a ser el mejor verano de su vida, todo se tuerce. Su novio, después de cuatro años juntos, ha roto con él y Rodrigo necesita hui...