Capítulo 17

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21 de junio


El coche se para en el arcén de la carretera, junto a un camino de tierra que se desarrolla monte abajo, justo al lado de un chalet que está a medio derruir.

—Hemos llegado —dice la abuela.

Busco alrededor del coche, por si me estoy perdiendo las vistas de la cala, pero el agua del mar está lejos y mucho más abajo que nosotros. Y es que, en lugar de conducir monte abajo, hemos subido cerro arriba hasta llegar a una urbanización cercana a la de la abuela; si no me equivoco, la última que hay en la montaña.

—Pero... —empiezo, dubitativo.

—Es por ahí —me indica la abuela, señalando al camino.

—¿Está muy lejos? —pregunto, sin fiarme.

—No, para nada —suena segura—. Solo tienes que seguir el camino de tierra hasta que llegues a un claro en la arboleda en el que habrá un cartel con información del parque natural y, ahí, te metes por un caminito que verás a tu izquierda, campo a través. Si lo sigues, llegas a la cala en diez minutos.

Me quedo pensando un momento.

—¿Diez minutos de verdad o diez minutos de los tuyos?

Ella se ríe.

—De verdad —alarga la última vocal.

—Bueno... —no sueno muy convencido, pero eso es porque no lo estoy—. Vale, pues me voy.

—Pásatelo bien —y me regala una sonrisa.

—Gracias —se la devuelvo de buena gana, cojo la mochila y salgo del coche—. ¡Nos vemos luego! —digo pegando un portazo sin querer.

Encojo la cara en un amago de culpabilidad por el golpe, pero la abuela ni se inmuta y, tras despedirse con un gesto de mano, arranca el coche y me vuelve a dejar, una vez más, abandonado a mi suerte.

Me encamino con paso seguro, firme, y doy gracias a la vida por haber tomado la decisión de salir de casa con las deportivas puestas y las chanclas en la mochila. El camino es inestable, con tierra anaranjada de la que mancha mucho, y tiene peñascos por en medio que, deduzco, son de la casa a medio derruir; también hay hojas secas, piñas y algún que otro excremento sin recoger, muchos de los cuales, dudo que sean de origen animal.

Poco a poco, me voy acercando al agua, pero también adentrándome en la arboleda. Lo agradezco porque el sol pega fuerte y la sombra de los árboles me regala un agradable frescor. Además, me preocupa que la tortilla de patatas que hemos hecho entre la abuela y yo se pueda poner mala si le da mucho calor.

Cuando quiero darme cuenta, he llegado al claro; y lo sé porque veo el cartel que me ha descrito la abuela, no porque este lugar cumpla con la imagen mental que se puede tener de lo que es un claro. Tanteo con la mirada alrededor en un intento por dar con el camino y, a duras penas, soy capaz de vislumbrar algo parecido escurriéndose entre los árboles. No lo pienso mucho y me embarco en esta nueva etapa. Si he cumplido con las indicaciones (y no me he perdido), al final del camino estará la cala; y también Harry; bueno, y todos los demás.

El nuevo sendero es ligeramente más angosto y se desarrolla entre el ramaje de los árboles, con una pendiente pronunciada. Definitivamente, estoy bajando hacia el mar. Llego a un punto en el que el paso queda relegado a unos cuantos centímetros de tierra pegada a un muro y me lo pienso un par de veces antes de cruzar porque, si me resbalo y caigo, no creo que me mate, pero daño me hago seguro. Paso con cuidado de no dar un traspiés y llego sano y salvo hasta el otro extremo. Quiero pensar que esta ha sido la parte más complicada porque no me considero un portento en lo que a agilidad se refiere. Un par de minutos después, llego hasta unos enormes pedruscos que tengo que sobrepasar y, por fin, estoy en la cala.

Cuando aprendí a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora