Junio de 2019,
Rodrigo acaba de terminar el último curso de universidad y, tras meses contando los días para el que iba a ser el mejor verano de su vida, todo se tuerce. Su novio, después de cuatro años juntos, ha roto con él y Rodrigo necesita hui...
Son las 7:33 de la mañana y el sol ya desdibuja por la pared los rayos de un nuevo día. Anoche dejé entreabierta la persiana a propósito para no dormirme porque hoy tenemos un plan: volver a encontrarnos con Harry. Soy consciente de que es un poco raro y de que, si me despisto, puedo cruzar la delgada línea que existe entre ser un romántico empedernido o Joe Goldberg [19], pero intentaremos que eso no pase.
Creo que la abuela sigue dormida, así que lo mejor será salir de casa antes de que se levante para que no me avasalle con preguntas. Ayer se puso pletórica cuando supo que había disfrutado de mi salida al mundo exterior, claro que en ningún momento le dije el por qué la había disfrutado tanto y dos días seguidos sería sospechoso. Además, se me da muy mal mentir e, invente lo que invente, no se lo va a creer a no ser que le cuente toda la verdad y nada más que la verdad. No estoy listo para eso.
Busco a tientas el móvil para salir de la catarsis en la que me atrapa el techo por las mañanas y respondo los buenos días de mi madre con un sticker que sé que le encanta. También tengo una veintena de mensajes de Milo comentando la jugada de ayer, pero eso mejor lo guardo para después, por si me vuelvo a cruzar con Harry y puedo ampliar información.
Pego un salto de la cama, rebusco en la maleta y, tras revolver todo, doy con unos pantalones cortos de chándal que suelo utilizar para estar por casa (porque deporte hago poco), me los pongo y los combino con una camiseta blanca y unas zapatillas a juego que no están hechas para correr, pero pueden servir. Me echo un vistazo en el espejo y comprendo que, hasta que la sangre no se redistribuya, me toca sentarme en el borde de la cama a esperar. Aunque, pensándolo bien, si la coloco hacia arriba y la pillo con el elástico del pantalón, con lo largas que son mis camisetas, no debería verse.
Y eso hago; no hay tiempo que perder.
Cojo los auriculares, un lavado de dientes exprés, un refregón de cara, me recoloco algunos mechones y estoy listo para salir. Lo hago sin hacer ruido, cerrando con cuidado de no despertar a la abuela, y me aventuro monte abajo por el arcén de la carretera.
Lo que más odio de bajar del cerro es que, al no haber aceras, no puedo ir con música por si viene algún despistado y me lleva por delante; pero, una vez en el pueblo, la cosa cambia.
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
No se me ocurre una canción mejor para empezar a correr. El ritmo toma el control de mis pies y, para cuando me quiero dar cuenta, estoy trotando junto a la orilla del mar. Es tan temprano que el camión de limpieza sigue labrando las piedras para dejar la playa lista para los primeros bañistas. Hay algún que otro pescador en la orilla, alguna que otra persona paseando a sus perros y una atrevida que va a hacer paddle surf ya desde primera hora; pero ni rastro de Harry.
«No pasa nada, es temprano», me digo. Y quiero creerlo porque, de lo contrario, estaría haciendo ejercicio en vano y eso es algo que nunca me perdonaría.
Son las 10:39 de la mañana, el sol empieza a apretar y la playa se va llenando de sombrillas como si de un campo de minas se tratase. Llevo casi tres horas dando vueltas por la playa, de lado a lado, incansable; eso sí, con mis paradas, mis descansos y la mayor parte andando, tampoco nos vamos a engañar. La ropa ya está empapada de sudor, pero es más una mezcla de temperatura, humedad y falta de práctica que de otra cosa, aunque espero que dé el pego si me encuentro con Harry.
Son las 12:28 del mediodía, hace un calor que da asco y ayer, a esta hora, Harry ya se había ido a casa. Creo que lo mejor será rendirse por hoy e intentarlo otro día. Quizás debería de haberme tomado como una señal el hecho de que en ningún momento ha habido gente en la cancha de baloncesto.
La abuela me llamó hace un rato preocupada porque no sabía nada de mí. Tiene sentido. Llevo cinco horas recorriendo el pueblo de punta a punta solo para encontrarme con un chico de ojos azules con el que he cruzado cuatro frases; como para no estarlo. Estoy preocupado hasta yo.
Saco el móvil del bolsillo y una notificación me da la enhorabuena por haber recorrido casi quince kilómetros en lo que llevamos de día. Me está preguntando qué actividad he hecho para caminar tanto rato. Las opciones son: pasear, correr, senderismo, bicicleta, ocio o trabajo. Por desgracia, falta la mía porque no ha sido por salud, querido móvil, ni siquiera por ocio o por trabajo; ha sido por ridículo.