Capítulo 25

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26 de junio  Día 1


Está terminando la cuarta canción desde que salimos de casa. Hemos ido de cerro a cerro y apenas hemos intercambiado un par de palabras porque estábamos demasiado ocupados gritando cada una de las canciones que he puesto. Y es que, para no monopolizar la música, y no cansarle demasiado pronto, me he metido en su lista de reproducción de más escuchadas y he ido poniendo las que conocía para demostrar mi versatilidad y lo compatibles que podemos llegar a ser en cuanto a música se refiere. Hemos cantado desde Lady Gaga, hasta Dua Lipa, pasando por la que he descubierto que es su artista favorita, MARINA [47].

«Tiene muy buen gusto, para qué nos vamos a engañar».

El coche se para junto a unas casas de lo más peculiares, tanto es así que, si no supiera que hemos tardado apenas quince minutos en llegar, pensaría que estamos en México. Tienen una estructura muy similar a la que concibo gracias a las películas, están coloreadas de tonos rojizos y las plantas decorativas son, en su mayoría, cactus y palmeras. Junto a las casas, se escurre un caminito asfaltado entre árboles, que lo sombrean, y justo al comienzo del camino, sobre un muro blanco desgastado por el paso del tiempo y la humedad, un cartel señala qué dirección seguir hasta el faro.

—No puede ser —se me escapa sin querer.

—Bienvenido a nuestro plan del día uno —dice orgulloso.

—Harry —intento terminar la frase, pero se me atragantan las palabras, así que me bajo del coche como un niño pequeño el día de Navidad y me adelanto hacia el camino.

—¡Pero espérame! —grita cerrando de un portazo.

—Es que —trato de proseguir—, llevo toda la vida viendo el faro desde el pueblo, queriendo subir a verlo y... perdona —hago un esfuerzo por relajarme, pero funciona a medias—, es solo que no me puedo creer que por fin haya llegado el día.

Me quedo hierático al comienzo del camino, incapaz de aventurarme en él por mi cuenta y riesgo. Harry se para junto a mí y susurra:

—Pues todavía no sabes la mejor parte.

Y, acto seguido, se adelanta y empieza a subir.

Le sigo de cerca, tratando de grabar en mis retinas los detalles e intentando captar cada olor; siendo todo lo consciente que creo que puedo llegar a ser de lo que me rodea. Me niego a que este recuerdo mañana no sea más que una bruma inconsistente como tantos otros momentos perdidos a lo largo de mi vida.

El camino es corto, demasiado para mi gusto, y, en un par de minutos, el faro nos da la bienvenida. El gigante de roca bermeja se alza imponente en mitad de una placeta circular de guijarros grises, envuelta por una tapia de no mucha altura que te permite ver la inmensidad del mar. Alrededor del faro, se desenrolla una escalera de metal parduzco que asciende hasta la cima, sellada por una verja de filos puntiagudos que impide el paso. Y, arriba, en todo lo alto, una barandilla se asoma sin miedo al vasto infinito, protegiendo, en su epicentro, una cúpula blanco pajizo.

Wow —me sorprendo alargando mucho la «o»—, qué preciosidad —se me escapa casi sin pensar—. Las vistas desde ahí arriba tienen que ser la hostia.

—¿Te gustaría subir? —me pregunta de pronto.

—Creo que me daría un poco de vértigo —reconozco—, pero lo haría con los ojos cerrados.

—Tienes suerte entonses, porque tengo las llaves.

Del bolsillo se escapa un tintineo y saca un manojo de llaves, algunas de las cuales parecen más viejas que nosotros mismos. Le contemplo incrédulo, confuso, sin entender qué está pasando o cómo hemos llegado hasta aquí; pero ataviado con una perenne sonrisa que ni el mismo otoño me podría arrebatar.

Cuando aprendí a quererteDonde viven las historias. Descúbrelo ahora