No me dejó alternativa

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Los personajes no me pertenecen. Por cierto, pido excusas por cualquier inexactitud en la historia. Aunque quiero hacer una versión cercana al original de Keiko Nagita, la misma puede tener algunos fallos o errores. Comienzo, sin embargo, con lo siguiente: esta historia tratará mayormente la historia de Candy y Albert contada desde más de una perspectiva. No hay aviso de estos cambios de perspectiva o de autor omnisciente a la visión particular de alguno de los personajes, mayormente de Georges. La atención es importante para determinar quién cuenta la historia.

Allí estaba él, solo, lloroso y suplicante, aunque no lo decía con palabras. La verdad, no sabía qué hacer. Quizás si hubiera querido ignorar las circunstancias que lo tenían así, hubiera obtenido una mejor respuesta, pero sinceramente, aún hoy pienso que en ese momento simplemente quería estar solo. Todo su dolor, toda su angustia, claro que se le había advertido que explotaría de algún modo, pero jamás sospeché la magnitud del error que había cometido hasta que decidió sincerarse conmigo días después. ¿La razón por la que no quería hacerlo en principio? Porque de algún modo su orgullo herido me había convertido, momentáneamente, en su enemigo. Pero había algo más...

Después de perder a su hermana, el único ser que le había dado significado a su vida, no le había quedado nada más que tiempo en sus manos y sed de amor en el alma. Era apenas un niño, que había perdido a su madre y luego a su padre; que se había rodeado de responsabilidades que para alguien de su edad eran demasiadas. Yo, a diferencia de él, tenía un sentido del deber más allá de mis sentimientos o preferencias. Sí, me sentí acogido en su momento por el clan, y pensaba que había adquirido una deuda de por vida con ellos. Por eso, cuando William decidió dejar por un tiempo sus asuntos, aunque en desacuerdo con él de algún modo, tomé la batuta. Y cierto, primero se lo había prometido a su padre, luego a su hermana y por último a la tía Elroy, que yo sería el responsable de ese niño. Por la vida que había llevado hasta entonces, por todo lo que me dieron desde que fui rescatado de las calles, nunca renegué de esa responsabilidad.

Me di cuenta de que, últimamente, sin embargo, estaba feliz como no lo había visto desde hacía tiempo. La circunstancia de su felicidad fue lo único que le dio algún sentido a su vida. Y sí, Dios le dio algo muy grande con esa niña al haber perdido tanto, tanto. Fue la luz de sus ojos desde el primer momento en que la vio. No dudo de que la amara desde entonces, aunque él mismo no entendiera lo que le pasaba. Y tenía mucho miedo, sí, de perderla, como cuando se tuvo que ir durante esos casi siete años que no dejó de preguntarme por ella. De algún modo, sabía que ella lo buscaría. Ni siquiera entendí cómo era que lo sabía, pero en efecto, ella lo buscaba, y él mismo me contó, cuando nos reencontramos luego de que recuperara la memoria, que ella le había contado todas sus aventuras en esa búsqueda, algo que nunca dejó de hacer ni aún cuando ignoraba que ella lo estaba buscando y, pues, no lo reconoció.

Fue de las veces, cuando me contaba cada ínfimo detalle, que entendía que las circunstancias de sus encuentros estaban plagadas de toques del destino. Por tanto, su decisión de adoptarla en el clan, aunque me pareció correcta, no se ajustaba al hecho de que eran tan próximos en edad. Pero darle un apellido, eso no lo cuestioné. La excusa que le dio, sin embargo, a la tía Elroy de que fue por sus sobrinos, que le habían solicitado que lo hiciera, fue por ella quizás cuestionada cuando se dio cuenta de que, aunque había ella decidido alejarse y renunciar al apellido, él nunca quiso dejarla; nunca quiso hacerlo aún lo que hiciera ella contrario a forma. La tía comenzó a sospechar de sus motivos, aunque fuera a nivel subconsciente. Cada vez que podía, le preguntaba, pero él siempre la esquivaba diciéndole que no haría nada contra la memoria de su sobrino y luego tampoco del joven Aristear. Ella se quedaba medianamente satisfecha, pero nunca dejó de sospechar que algo más había detrás de su interés.

La presión fue peor cuando él reapareció luego de su escapada a África. Por suerte, yo era el único que sabía sobre sus arreglos de cohabitación con ella, y no se los iba a revelar a la tía Elroy. También era una suerte que Archibald no supiera quién era él. Todos lo conocían como Albert, el vagabundo que vivía en la casa del bosque, la antigua cabaña de caza de los Ardlay, o al menos eso fue lo que les había contado a todos. Eso facilitaba y también complicaba las cosas de cierto modo. Pero otra cosa me llamó la atención de una conversación que parece que tuvo poco antes de enlistarse el joven Aristear, que me pareció particular, como si él supiera algo que parece haber escapado de escrutinio, al menos de parte de nosotros, y cuando digo nosotros, me refiero a la tía Elroy y hasta de mí...

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