No me dejó alternativa Capt. 31

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Más tarde en la noche, Candy no podía dormir. Ya llevaba varios días en Lakewood tomando clases de etiqueta, de francés, de pronunciación, de costura, de tocar piano y de dibujo, entre otras. Por cierto, no le molestaban tanto las clases como estar lejos de sus madres, ayudando en el Hogar, porque tenía ese gran sentido de responsabilidad y una deuda con ellas que nada parecía ser suficiente, aunque ellas entendieran perfectamente la preparación para lo que le esperaba a su niña como futura esposa del patriarca del clan. Para suerte, con la remodelación del Hogar llegó el progreso, y tenían no una sino tres enfermeras que ayudaban a Dr. Martin y dos practicantes de medicina asignados para atender con él todas las nuevas responsabilidades médicas dentro y fuera del Hogar. Además, Candy pasaba más tiempo en Lakewood sola que con el mismo Albert, ya que fue una condición muy severa de la tía abuela para que ella se convirtiera en una dama digna del apellido Ardlay.

"Candice, debes por lo menos visitar Lakewood dos semanas al mes para que vayas aprendiendo lo que necesitas como novia y futura esposa de William", le explicaba la tia abuela como recordatorio cada vez que la veía o le escribía.

"Lo que usted sugiera, tía abuela, eso haré", eran sus sinceras respuestas a las buenas intenciones de la anciana, aunque a veces se sentía agobiada con tanta cosa en su mente.

Eso de irse al Hogar, sin embargo, había sido muy buena decisión de Dr. Martin, así acompañaba a sus madres por ella. Luego de meses infructuosos para que Albert lograra arreglarle la clínica en Chicago, a él se le ocurrió mejor, cerrarla e irse a ese sitio maravilloso que Candy le había descrito tantas veces cuando trabajaba para él en la Clínica Feliz. La realidad es que la cantidad de niños que lo visitaban a quién querían ver era a su enfermera favorita, y esa se había ido hacía meses. Ya no tenía tantos pacientes qué atender. Pero quién lo hubiera pensado. Tanto tiempo que insistieron, y él acabó tomando la decisión que había evitado, claro, porque no quería que le estuvieran pagando por su labor de amor realizada cuando el "Sr. Albert" estaba sin memoria. Simplemente entendió que esa labor lo llevaría a algo mucho, mucho mejor. Y cuando comenzó a reducir y hasta dejar el hábito tan malo de la bebida, toda su perspectiva de vida cambió para bien, aunque la verdad es que su hígado estaba enfermo, y comenzó a decaer unos años después de estar trabajando en el Hogar, pero la vida sana ayudó también a, como decía Candy, extenderle la garantía. Los efectos de la enfermedad no fueron tan terribles.

En cuanto a la Srta. Pony y la hermanita, también cambió toda su perspectiva para bien. Luego de que los Ardlay se ofrecieran a remodelar el Hogar, claro, sin tocar la capilla, que esa fue una insistencia hasta del mismo Albert, todo lo que habían soñado se había vuelto realidad. Ahora tenían una clínica, salones modernos de clase, una guardería con cientos y cientos de niños de la localidad, además de habitaciones muy cómodas para los niños que allí residían y también para sus cuidadores, que ahora incluía un staff de más de 30 personas y creciendo. El Hogar de Pony se convirtió en un centro vacacional y en un lugar de reunión muy concurrido. Más y más niños comenzaron a ser adoptados mientras una nueva economía se desarrollaba alrededor de la inversión que los Ardlay hicieron en la zona. Qué no hubiera hecho ese hombre por Candy y también por sus madres. Mientras todo esto ocurría, había que ver como Albert y la Srta. Pony también se acomodaban el uno con el otro de forma tan cercana. La Srta. Pony se la pasaba haciéndose pasar como la madre de Albert, y hasta era cómico verlos conversando, jugando y, no faltaba más, él escuchando los consejos de otra bien intencionada madre. La hermana Lane se la pasaba diciendo cuando se dio cuenta de ese "romance" que hacía reír a todo el mundo allí:

"Primero era Candy, que la Srta. Pony consentía sin parar, que hasta le justificaba todas sus travesuras, y ahora el Sr. Albert es el hijo favorito de la Srta. Pony. Ay, Dios mío, cómo lo malcría, qué vamos a hacer", decía con tono de tragicomedia. A nadie allí se le pasaba el comentario, y las risas, esas que hacían del Hogar uno feliz, no faltaban. Bueno, que hasta la tía Elroy no podía evitar la risa cada vez que Georges le contaba la historia de ese singular "romance" entre su sobrino y la Srta. Pony.

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