Capítulo 3

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Corro escaleras abajo con dirección a la puerta porque prefiero arriesgarme a que Trudis me encuentre fuera de la tienda durante el horario laboral

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Corro escaleras abajo con dirección a la puerta porque prefiero arriesgarme a que Trudis me encuentre fuera de la tienda durante el horario laboral. Intento no darle importancia al hecho de que dejé a un completo desconocido sentado en mi viejo sillón con el control de la televisión en sus manos y relajado como si no fuera un intruso. No tiene escapatoria, si quiere irse deberá bajar las escaleras o morir al saltar por la ventana. Espero que sea la segunda.

Doy vuelta al cartel de cerrado y luego busco la mopa para limpiar el suelo donde aún se encuentra un charco de agua. Debería rellenar la pecera para ocultar las huellas del delito. Froto el suelo con rapidez y, sin quedar conforme con el resultado, escondo los artículos de limpieza en el baño de la tienda. Ahogo un grito cuando escucho el motor del viejo vehículo de Gertrudis acercase. Lleno un vaso con agua y lo tiro dentro de la pecera con brusquedad, provocando que los indefensos peces comiencen a moverse sin cesar. Si pudieran matar personas, los pobre doraditos ya me hubiesen masacrado y lo tendría más que merecido.

La puerta se abre y una malhumorada mujer pasa por ella. Gertrudis se encuentra un poco mojada, como si hubiese comenzado a llover de pronto y me percato que así ha sucedido. Puedo escuchar las gotas de lluvia impactando contra el techo del local y deslizarse por las ventanas.

—Daiana, ¿por qué no estabas esperándome en la puerta? —Gruñe mientras se sacude la humedad del abrigo de lana—. Tengo un montón de cajas para bajar.

Recorre con los ojos la amplia y oscura habitación. Se detiene en la pila de cajas junto al mostrador que aún no he acomodado a pesar de que me lo ha ordenado. Hace una mueca, pero no le da importancia porque me conoce y sabe que debo haber tenido una buena razón para no hacer mis tareas. Está de más decir que no creo que pueda imaginar que tengo a un apuesto muchacho que no conozco y al que no le confiaría ni un huevo duro en mi habitación. Me mataría si se enterara, va contra las reglas.

—Bájalas para que podamos comer —me pide con mayor suavidad—. He traído pastel de papas, sé que es de tus favoritos. —Me enseña una bolsa plástica con dos recipientes transparentes con comida en su interior.

Busco el carrito de supermercado y me dirijo hacia la salida con la intención de no demorar un segundo más. El estómago me ha comenzado a rugir de hambre y ella tiene razón, ha traído uno de mis platillos favoritos.

—¡Apúrate que se enfría!

Retiro las cajas del maletero de la camioneta maldiciendo mientras las nubes parecen escupir en mi dirección. El cielo se ha cerrado y la tormenta no parece tener intenciones de detenerse; el fuerte viento que corre en mi dirección empeora la situación. La ropa se me humedece con rapidez, pero no me detengo porque hacerlo significaría demorar más y que mi almuerzo se enfríe. El cartón de las cajas se torna oscuro mientras me aseguro de cerrar correctamente el vehículo. Nunca hemos sido víctimas de la inseguridad, aunque las noticias de robos abundan en el vecindario y no puedo evitar sentirme un tanto paranoica cada vez que salgo a la calle o escucho un ruidito.

Deseos imposiblesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora