Trudis se ha vuelto loca o está gastándome la mejor broma de la historia.
Mi primer instinto tras escucharla es palpar su frente para saber si tiene fiebre, buscando una causa real para su delirio. Como no puede ser de otra manera, aparta de un golpe mi mano de su cabeza. No tiene una expresión bromista, tampoco sus ojos lucen un brillo chistoso, está seria y eso me asusta porque comprendo que no ha mentido. No sé qué prefiero, que me juegue una broma o que sea verdad. Ninguna de las dos me brinda paz, pero sin dudas una me genera curiosidad.
Y esperanza.
De alguna loca manera, ella se había topado con algo mágico e inexplicable muchos años atrás, algo que cambió su vida para siempre y que la hizo replantearse el sentido de todo lo que creía saber. Lo mismo que me sucedió a mí. Ella había encontrado a un viajero del tiempo y yo a un genio milenario.
—No estoy jugando, niña —me asegura.
—Pero no tiene sentido, Trudis —le digo más para mí que para ella—. ¿Viajó en el tiempo? Eso es imposible.
—Yo creía lo mismo y me negué por un tiempo a creerle. —Una pequeña sonrisa estira sus labios—. Pero verás, niña, él sabía ciertas cosas que nadie más sabía, datos que solo una persona muy aficionada a la historia o con una mente maquiavélica para creer toda una historia de mentira podría saber. Por supuesto, no estaba inventando nada y estaba tan nervioso con todo lo que sucedía a su alrededor que parecía estar a punto de tener un colapso. —Se ríe, recordando los momentos que vivió con su esposo—. Fue difícil explicarle la tecnología que teníamos en ese momento, que en nada se compara con la de ahora, y sobre todo la tensión social que tuvimos que luego de la guerra. Parecía un niño, intentaba absorber toda la información que podía y explicaba tan bien como podía lo que él sabía. Era un hombre muy inteligente, como tú sabes, y tomó la situación con mayor seriedad de lo que se hubiese esperado de alguien en su lugar.
Una vez más, estaba en lo cierto. Su esposo había sido un hombre inteligente y curioso, lo había conocido poco y aun así puedo decir tenía un aura distinta que era imposible de ignorar. Él había sido un gran maestro para mí, me había enseñado todo lo que debía saber de la tienda y sobre cómo vender los artículos que por tantos años había recolectado. Erick era especial y ahora sabía por qué.
—¿Cuándo nació? —me animé a preguntar.
—En 1740 —contestó sin dudar—. Doscientos cinco años antes de que yo lo hiciera.
Abro la boca con asombro y me quedo en silencio por un momento intentando digerir toda la información. Es como si el cerebro me estuviera dejando de funcionar por completo.
—¿Y cómo hizo para llegar a Varsovia? —indago cuando las ideas vuelven a unirse en mi mente—. A la Varsovia de tu época, quiero decir.
—Bueno, Erick había nacido en Transilvania, una ciudad muy distinta a como es ahora, y su familia era de la nobleza. Tenía sus propios tutores y sirvientes —explica antes de terminar su bebida caliente y lo que resta de su desayuno—. Un día, uno de sus tutores, que era del medio oriente, trajo consigo un raro reloj de arena muy peculiar. No permitía que nadie lo tocara sin utilizar guantes y mucho menos verlo con detalle. Erick creyó que era porque la madera con la que estaba hecho era muy vieja y parecía que estaba a punto de partirse.
ESTÁS LEYENDO
Deseos imposibles
Teen FictionAtrapada en la rutina y sofocada por un empleo rutinario, Daiana lamenta haber dejado la granja familiar en busca de un sueño que carece de raíces y, con ella, a sus cinco hermanos y a sus tradicionales padres. Derrotada y sin esperanzas, sabe que l...