|Una curandera hereje|

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Circe sentía que no tenía motivos  por los cuales seguir luchando. Su hija fue raptada por unas diosas, su esposo andaba más silencio que lo usual, y ya no tenía a su mejor amiga al lado.

Había pasado un año oculta, sin hacer movimientos bruscos. Luego de lo que había sucedido en Inglaterra, tras salvar a Arabella, justo después que se llevaran a su hija, su rostro comenzó a circular por varios lados.

Su mayor temor se hizo realidad, ser el centro de atención de la peor muchedumbre.

Aunque las aguas en torno a las mujeres acusadas de brujería parecían haberse calmado, no significaba que no fueran detrás de algunos herejes. Y ella las tenía todas en contra. Se corrió el rumor de que era gitana y te leí la suerte, hija de la muerte, que traía del más allá a los malos espíritus, que alargaba la vida. Y muchas otras ocurrencia más.

Además que su aspecto, por lo visto difícil de olvidar, sumaba puntos. Se odiaba por no mantener el hechizo de ilusión que hacía sus ojos azules en su totalidad, o no haber salido igual a su madre.

—Y nada de eso es cierto —exclamo enojada—.Cáliz nada de eso es cierto.

El conejo la vio y torció la cabeza.

—Podrías hablar como lo hacen el resto de familiares.

Se puso de pie y comenzó a caminar por el pequeño cuarto, de la pequeña casa. Ahora, por ese momento, vivía allí, en Francia. Por desgracia sin saber que allí también perseguían a las mujeres que podían o no hacer brujería.

Circe tenía entendido, por lo que le dijo Arabella, que en América y Essex Inglaterra eran los mayores puntos de peligro. Razón por la cual huyó a Francia.

Ahora no podía hacer nada de lo que hacia antes de dar a luz. Porque, aunque hiciera el bien curando a la gente con sus ungüentos y magia blanca, que aprendió y logró perfeccionar a lo largo de sus años, todo eso parecía obra de Satanás.

—Y todo es gracias a Selene —insistió hablando sola—El diablo no tiene nada que ver en esto. No permitiría que metiera su cola en mis asuntos.

El conejo la sigo observando con atención, y Circe rodó los ojos.

—Y tampoco creo enfrentarme a él.

Una carta se coló por debajo de la puerta, y la hechicera dio un salto del susto. Últimamente todo la asustaba, y con justa razón. El mundo parecía estar en su contra, y existían razones suficientes que confirmaba eso. El hecho de tener más de quinientos años y seguir luciendo de diecisiete parecía ser lo más insignificante. Pues, hablar sabiendo mucho de algo, ver las estrellas, las simples matemáticas, o hasta de leer una sola oración de corrido, eran motivo suficiente.

Y Circe podía hacer eso y mucho más.

Tomo la carta, y con manos temblorosas la abrió. Tenia un cartel con su cara en el, y una nota.

Sabemos lo que eres, y por eso te pedimos ayuda”

En lo primero que pensó fue huir de allí. Irse a América, o a cualquier otro continente. Pero su corazón la hizo detenerse. Sabía que pecaba de bondadosa la mayor parte del tiempo, y esa noche no fue la excepción. Le pedían ayuda, y hasta lo podía leer como un ruego.

Vio a su familiar, y este volvió a ladear su cabeza. Circe lo tomo como una aprobación.

—¿Por qué hago esto? —se cuestionó.

Durante todo el camino, no hizo más que cuestionar su desición. Iba por la oscura calle, temblando del frío y el miedo. Algo que parecía ir en aumento porque no había luna, ni estrellas, ni cielo. Estaban nublado, y amenazaba con llover.

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