|Dime lo que siente, y te diré que somos|

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Con tan solo dieciséis años, Arabella ya tenía una larga lista de travesuras. Era algo que aprendió de muy niña por estar con los caballeros cuando en la cocina nadie la vigilaba. Con seis años le daba unos buenos sustos a Galahad, con algo de ayuda de Lancelot. Él se había propuesto ser su cuidador al menos hasta que la edad le imposibilitara seguir siéndolo.

Era una princesa, rebelde y con buena disciplina. Morgana se había encargado de que su educación sea aún más que suficiente para amortiguar cualquier castigo por su comportamiento. No corría frente al rey, y hacía perfectas reverencias, pero cuando no la veía le gustaba infartar al personal.

Y no estaba sola. Hisirdoux la acompañaba en su locura. A veces durante alguna clase compartida, o durante las horas libres. No perdían el tiempo en cuando diversión se trataba. Merlín creía que la joven bruja en realidad potenciaba el lado salvaje de su aprendiz. Y Morgana pensaba que el joven mago era una distracción para su hija.

Algo que se cansó de repetirlo. Tanto que Arabella se aprendió de memoria su discurso, y la rebeldía empezó a ir contra la hechicera. Fue así que Morgana comenzó a estar a favor de mandarla con una institutriz. Ella no podía educar a una niña descabellada, cuando de infante fue igual.

Entonces, aunque había sucedido una vez a los catorce años, fue a partir de los quince en que hizo viajes más seguidos. Y a los dieciséis fue que aprendió que podía hacer que se viera y no tuviera grandes consecuencias, y que no podía hacer de manera visible.

Sus ideas iban desde alterar la comida con alguna mala pócima o hacer levitar objetos asustando a las doncellas. No dejaba marcas, porque todo era posible.

Pero aquel comportamiento se vio alterado, gracias a su cómplice.

Recién salían de una clase de mágica que impartió Merlín. Tanto él como Arabella habían accedido a no odiarse durante esas horas. Ella necesitaba esas clases, y él le cobraba un favor a Morgana.

—¿Qué quieres hacer?— pregunto Hisirdoux.

Arabella quedo pensativa por un momento.

—¿Te gustaría asustar a lady Gladis?— pregunto alzando una ceja.—Oí un rumor de que le teme a las sombras sospechosas.

Hisirdoux la vio con dudas. Realmente no tenía ganas, al menos por esa tarde, de jugarle una broma a alguien.

—No, tengo una mejor idea.— respondió.

Tomo su mano, y comenzó a caminar en dirección a la cocina. No era la primera vez que hacía eso, pero si la primera vez en que Arabella sintió un leve chispazo al roce de sus dedos.

No le molesto, todo lo contrario, le fue agradable. Tanto que noto que sus mejillas se habían encendido, por alguna razón que desconocía.

¿Era eso de lo que hablaba la última mujer que trato de enderezarla? Si era eso, le confundía más de lo que supo entender esa tarde.

Llegaron a la cocina y el pelinegro fue en busca de un par de cosas. Entre esas una canasta, algunos vasos, una cantimplora y platos con sus respectivos cubiertos. Arabella lo veía ir y venir de una punta a la otra, saqueado los cajones. Tomando rodajas de pan, algunos pastelitos, y llenando con algo la cantimplora.

—¿Me dirás qué haremos?— pregunto Arabella.

Hisirdoux se puso frente a ella y tomo sus manos, y le dio una halagadora sonrisa.

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