KATHERINE
Subo al coche una vez le he dado mi maleta al chófer.
El interior está vacío y completamente en silencio. El trabajador me ha mentido; mi padre no está aquí y, posiblemente, se haya ido hace una hora.
Resoplo porque esta situación cada vez va empeorando.
No quiero ir a mi casa, es un hecho, pero estoy siendo obligada. Y las cosas llevan siendo así desde que para mis padres dejé de ser aquella niña con cabeza y pensamientos moldeables. Desde que dejé atrás mi niñez y comencé a tomar decisiones por mí misma no han hecho más que poner obstáculos en mi camino.
No sé qué será para ellos ser buenos padres, pero si una cosa tengo clara es que si en algún momento de mi vida decido tener hijos nunca los voy a obligar a ser algo que yo quiero. Porque cada persona es libre de tomar su propio camino, no el camino que le imponga otra persona.
—Todo listo, señorita Lovushka —me informa el chófer.
Yo asiento con la cabeza. El hombre ve mi gesto a través del espejo retrovisor y comienza a conducir.
Yo por mi parte me limito a mirar por la ventana y no dejar pasar ningún pensamiento demasiado problemático.
☆
La conocida fachada color blanco de mi casa aparece frente a mí cuando el chófer se encuentra aparcando.
Todo sigue igual, los mismos ventanales, el mismo tejado negro, el mismo porche, la misma puerta... Lo único que ha cambiado es lo que pasa dentro. Ya no es todo tan bonito, ni idílico.
El chófer me abre la puerta con una mano mientras con la otra lleva mi maleta.
Con paso firme ando hacía la entrada.
Una vez frente a la puerta, me limito a tocar el timbre y esperar a que alguien abra la puerta.
Uno de los sirvientes abre la puerta de par en par, me saluda y me invita a pasar. Yo paso al interior con una mirada gélida y tirando de mi maleta.
El interior de la casa en sí, sigue igual que la última vez. Suelos de mármol color blanco y negro, interminables escaleras de mármol blanco y barandilla de oro, una gran lampara de cristales colgando del techo y muchas otras cosas de gente que se gasta su dinero en aparentar, como mis padres.
—Señorita, sus padres han tenido que salir de casa por una reunión de última hora —me informa un empleado.
Me esfuerzo por no poner los ojos en blanco.
Está es la verdadera historia interminable; mis padres eligiendo una y otra vez el trabajo ante todo.
—Está bien. Si vuelven diles que estoy en mi habitación —le digo.
El empleado asiente y se va.
Yo subo las escaleras con la maleta tras de mí.
Cuando llego arriba, cruzo el umbral de la primera puerta a la derecha del pasillo.
Todo sigue exactamente igual que cuando me fui. Paredes color beige, mi cama con sábanas y cojines de color rosa palo, marrón claro y blanco, la gran ventana al fondo con sus cortinas blancas, mi escritorio completamente ordenado y las fotos familiares —que se pueden contar con los dedos de una mano— repartidas entre las baldas de mi estantería y las paredes de la habitación.
Una fuerte nostalgia se expande por mi cuerpo.
La habitación de aquella niña de cinco años que tenía una vida de sueño sigue igual, pero esa niña de cinco años es completamente diferente.
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La nueva obsesión
RomanceCon dieciséis años creí tocar el infierno. Con diecisiete me enviaron a él. Y con dieciocho experimenté el placer de fundirme en llamas junto a la pareja de hermanos más hermosamente peligrosos que jamás he tenido el placer de ver.