XXXIV. La libreta

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Las carreteras están completamente desiertas, tanto que parezco ser la única que conduce a través de este carril. Hace unos quince minutos que salí del apartamento y calculo que me faltan al menos diez más para llegar a la ubicación que me ha mandado Amanda.

Si soy sincera, estoy completamente asustada por la conversación que se me viene encima. Cargar con tantos frentes abiertos, desgracias e imposibilidades me está llevando al extremo de mis emociones.

En menos de un mes, he tenido que aguantar muchas cosas: descubrir que perdí mis recuerdos, recordar la muerte de mi hermana, vivir la de mi madre, sobrellevar un secuestro a manos de mi propio padre y cargar con la responsabilidad de tener que salvar a Tanner.

No sé qué palabras voy a utilizar para comunicarle a Amanda que ninguna de las cosas que tiene de mi madre van a poder ser devueltas ni cómo voy a ser capaz de mirarla a los ojos después de tanto tiempo sin haber estado en su presencia.

El camino parece interminable, pero cada kilómetro que dejo atrás me acerca más a enfrentar un pasado del que no he podido escapar. Amanda es una de las pocas personas que siempre me ha brindado cariño genuino, sin esperar nada a cambio. Su voz familiar me había reconfortado en esos días de infancia solitaria, y ahora, más que nunca, necesito esa conexión humana que parece desvanecerse en medio del caos.

Finalmente, llego a la pequeña casa de Amanda, un refugio de mi niñez que me parece surrealista ver de nuevo. Aparco el coche y respiro hondo antes de salir. Mis pasos resuenan en la grava del camino mientras me acerco a la puerta. No necesito tocar; Amanda ya está esperándome en el umbral con una sonrisa cálida que hace que mis ojos se llenen de lágrimas.

—Katie, mi niña —dice, abrazándome fuerte. Su abrazo es tan reconfortante como lo recordaba.

—Amanda —respondo, dejando que mi voz se quiebre un poco mientras correspondo su abrazo—. Te he echado de menos.

Nos separamos y me guía adentro. La casa tiene ese aroma familiar a limpio y hogar que siempre asocié con Amanda. Nos sentamos en la cocina, donde ella me sirve un té caliente, igual que cuando era niña.

—Cuéntame, Katie, ¿qué ha pasado? —pregunta con ternura, y veo la preocupación en sus ojos.

Tomo un sorbo de té, tratando de encontrar las palabras adecuadas.

—Amanda, hay algo que necesito decirte —empiezo, mi voz temblando ligeramente—. Mi madre... ella no está viva.

Su expresión cambia, reflejando una mezcla de confusión y tristeza.

—¿Qué quieres decir, Katie?

—Hace poco... ella murió —digo, tratando de mantener la compostura.

Amanda deja escapar un suspiro tembloroso y cubre su boca con una mano.

—Oh, Katie, lo siento tanto. No tenía idea. Si lo hubiera sabido...

—No te preocupes, Amanda —la interrumpo suavemente—. No podías saberlo. Nadie podía prever lo que iba a pasar.

No quería indagar ni en el tema ni en los verdaderos motivos. No estoy a favor de decirle a Amanda lo que realmente pasa, que mi madre murió a manos de mi padre y que yo presencié cada tortuoso segundo de aquello. Sé que la noticia ha sido un shock para ella y no quiero sumarle carga.

Nos quedamos en silencio por un momento, dejando que la tristeza compartida llene el espacio. Finalmente, Amanda se levanta y me entrega la libreta y las joyas.

—Toma —me dice.

Niego con la cabeza al instante.

—No, si mi madre te lo dio todo a ti fue por algo, Amanda, así que quédatelo.

La nueva obsesiónDonde viven las historias. Descúbrelo ahora