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«Concerto Grosso for Strings "Palladio": I. Allegretto»

Karl Jenkins

Encerrado en su propia casa, Minho estaba a punto de perder la cordura

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Encerrado en su propia casa, Minho estaba a punto de perder la cordura. Los hilos de la paciencia eran finos y los suyos estaban a punto de cortarse. Lo peor de todo, por supuesto, era que el único culpable de esa tortura era él mismo.

Era consciente desde un principio de que Jeongin no sería sencillo de convencer. Como ángel, lo único que conocía era lo que Dios le había vendido: un cuento de hadas en el que él tomaba el papel de justicia, pero que se alejaba de la realidad. Para Jeongin, Minho y Hyunjin eran los villanos de la historia. Ángeles fugados, pecadores, traicioneros a la palma de la mano que les había dado de comer. Era de esperar que Jeongin se negara a colaborar con ellos.

Pero tenía un plan. Un plan que le permitiría redirigir el rechazo hacia los pecados que Dios había implantado a fondo en él. Un plan estúpido, si se le permitía opinar, pero la única baza a la que podía agarrarse. Estuvo toda la mañana pensando cuál sería la forma más adecuada de acercarse a Jeongin y que accediera no a trabajar con ellos, sino al menos a explicarles la información que hubiera recopilado siendo amigo de Jisung y esa fue la única que se le ocurrió que podría funcionar. Y, además, beneficiaba a Hyunjin y, con él, mataba dos pájaros de un tiro. Así que, a pesar de lo ridículo que era, decidió seguir adelante con él.

El problema, sin embargo, era que se trataba de un plan lento. Demasiado lento. A medida que pasaban los días, Minho perdía la fe de que realmente funcionase. La vaguedad de un posible fracaso lo estaba destruyendo.

La primera noche estuvo a punto de echarlo a perder. Hacía un buen rato que Jeongin se había despertado, pero prefirió dejar que el muchacho se familiarizase con su casa. Eso le permitiría sentirse seguro y, con suerte, estaría más abierto a hablar. Por eso, se llevó un dedo a los labios e instó a Hyunjin que no abriera la boca hasta que les dirigiera la palabra primero. Él tragó saliva y hundió aún más la cara en el libro que estaba ojeando, haciendo como si no le importase.

Con los ojos entrecerrados para aparentar que seguía dormido, Jeongin paseó la mirada por la sala. Arrugó la nariz al darse cuenta que era una casa normal y corriente, como cualquier otro habitante del reino de clase baja. Una mesa de madera arañada que hacía las funciones del comedor, una estantería con varios libros que acumulaban polvo desde hacía años y un par de sillones que encontró tirados a las afueras de un comercio. Si buscaba algo que los delatase como pecados, no lo iba a encontrar en su hogar.

Minho se había encargado especialmente de que fuera así. Deseaba pasar desapercibido y, para ello, debía aparentar normalidad. Aunque lindara con los límites del pueblo y muy poca gente se acercara a esa zona, construyó esa casa para camuflarse como uno más.

—Estáis detrás de la muerte de la princesa Sunhee, ¿cierto?

Era el momento.

Emitió una carcajada perfectamente preparada que, en realidad, no sentía en absoluto. Se levantó de la silla de madera y se sacudió los pantalones de migajas de pan, cuidando cada uno de sus movimientos. Caminó por la pequeña estancia y se colocó justo delante de la silla en la que habían atado a Jeongin antes de que despertara. Las sogas apretaban, pero no lo suficiente para dejarle marcas en la piel.

Acordes de una perfidia ┃minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora