XXII

307 50 6
                                    

«Misa de Réquiem en re menor, K. 626»

Wolfgang Amadeus Mozart

Con la última nota que brotó de sus labios, el hombre se derrumbó hasta caer contra el suelo y permaneció allí, inerte

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Con la última nota que brotó de sus labios, el hombre se derrumbó hasta caer contra el suelo y permaneció allí, inerte. Sin alma. Muerto. Las chispas plateadas envolvieron una última vez sus dedos, adorando invisibles su piel tostada, y sus iris blanquecinos parpadearon hasta recuperar su tono oscuro habitual. Después, Jeongin estiró los brazos hacia arriba y emitió un largo suspiro que rezumaba cansancio. Pasó la yema de los dedos por su antebrazo ahora limpio de marcas y, cuando lo hizo, un leve estremecimiento le recorrió la columna vertebral.

Observando desde una distancia prudencial, Hyunjin se lamió los labios y se inclinó mejor contra la pared, notando cómo las chispas se escapaban hasta su estómago y le azotaban a él también. A pesar de haberlo acompañado ya varias noches seguidas, era incapaz de acostumbrarse a pensar en Jeongin como un verdadero ángel. Él no tenía necesidad de salir, pues desde que habían acabado con Sunhee ni a Minho ni a él le habían aparecido marcas en el brazo ordenándoles acabar con alguna alma humana. Sin embargo, ese no había sido el caso de los ángeles como Jeongin. La cuestión era que, a pesar de contemplarlo con sus propios ojos, para él seguía siendo el humano del que se enamoró tiempo atrás. En esencia, seguía siendo el mismo y era increíblemente complejo retener los sentimientos que ardían en su corazón.

A pesar de las pullas de Minho, Hyunjin no creía que pudiera llegar a nada más que una simple amistad. De hecho, una amistad era mucho más de lo que hubiera fantaseado alguna vez y solo el hecho de tenerlo a su lado era una bendición indigna de su condición de pecado. Jeongin no dejaba de repetirlo: el temor de un castigo estaba siempre presente y marcaba claras barreras para evitarlo. Podían llevarse bien, sí, pero no demasiado. Pertenecían a realidades contrapuestas y Jeongin no tenía intenciones de adentrarse en la suya.

Pero, al contrario de las palabras, sus acciones eran distintas. Sumamente distintas, como si su consciencia más profunda reconociera el hilo enredado que unía sus almas. Jeongin podría haberse marchado si así lo deseaba. Desde la noche en la que rescataron a Jisung de su mansión, Minho había dejado de mostrar interés por su cautivo. Con su ayuda, había demostrado que no suponía ningún peligro y que, en realidad, carecía de información que les pudiera resultar útil. Minho no tenía ningún motivo para sospechar de él desde hacía tiempo y hubiera accedido sin problemas a dejarlo a su libre albedrío.

Sin embargo, Jeongin seguía allí. Todas las mañanas, tocaba suavemente la puerta del cuarto de Hyunjin con los nudillos y lo despertaba con una sonrisa, anunciándole que había preparado el desayuno para los dos. Todas las tardes, se lo llevaba a dar una vuelta al bosque que rodeaba la ciudad, con la excusa de no escuchar las caricias que se dedicaban Jisung y Minho. Todas las noches, le rogaba para que lo acompañara a llevarse las almas que Dios le encargaba con el tatuaje en su antebrazo porque la tarea en solitario era incómoda y pesada.

Acordes de una perfidia ┃minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora