III

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«Der Erlkönig»

Heinrich Wilhelm Ernst / Franz Schubert

—¡Señora Kim, cuánto tiempo! Pensaba que no podría verla —saludó a la mujer nada más entrar por la puerta, acompañado por el tintineo de las campanillas

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—¡Señora Kim, cuánto tiempo! Pensaba que no podría verla —saludó a la mujer nada más entrar por la puerta, acompañado por el tintineo de las campanillas. Estaba apoyada sobre el mostrador, haciendo las cuentas en la libreta de cuero de la tienda y enumerando el material que habían vendido a lo largo de la jornada. Sin embargo, cuando escuchó a Jisung, soltó la pluma con la que estaba escribiendo y levantó la cabeza de golpe. Su rostro se agrió en cuanto puso sus ojos sobre él—. ¿Dónde está su marido? A él también me encantaría saludarlo.

—Seungmin, te pedimos que no lo trajeras a la tienda —habló en dirección a su hijo, ignorando el saludo de Jisung. Él sonrió.

Antes de ir a la tienda de sus padres, Seungmin le embaucó para que se pasaran por una de las tantas tabernas que se agolpaban en la plaza de la capital. No era la intención inicial de Jisung, por supuesto, pero su amigo insistió tanto en invitarlo a almorzar que no pudo negarse a un delicioso estofado de ternera. Conversando, las horas se les escaparon de entre los dedos y, para cuando salieron del local, el sol estaba a punto de desaparecer en el horizonte. De hecho, quizás por eso la mujer estaba ocupada contando las ganancias del día antes de cerrar el negocio.

Jisung era un muchacho agudo y era consciente de lo que se escondía detrás de la amabilidad de Seungmin invitándole a comer y robándole horas al tiempo. Era uno de los pocos a los llamaría amigo y se atrevería a decir que descifrarlo era tan sencillo como leer las notas de una partitura. Aun así, ni siquiera le hizo falta dar sus conclusiones por válidas, pues el motivo salió de la boca del propio Seungmin mientras se dirigían hasta su hogar.

—Mi madre no te quiere ver ni en pintura —le explicó—. Con un poco de suerte habrán echado el cerrojo hasta la mañana siguiente y no tendremos que cruzárnosla.

Por suerte, ese no fue el caso y ahora estaba frente a él, observándolo de arriba abajo con una cara de pocos amigos que le provocaba la risa. Dio un par de pasos hacia adelante para adentrarse más en la tienda y, con cada movimiento, el ceño fruncido de la mujer se hacía más profundo.

Jisung conocía el odio. Convivía con él a diario y formaba parte de su ser, por lo que sabía reconocer cuándo el desdén era ficticio. Así pues, el desprecio que aireaba la madre de Seungmin no tenía ni punto de comparación. Es más, sospechaba que, detrás de aquella fachada, se escondía cierta estima a la que no estaba acostumbrado y, por ese motivo, le gustaba tanto pasarse por la tienda de la familia Kim.

—Me duele su indiferencia, señora Kim —hizo un puchero con los labios y negó con la cabeza—. Con el dinero que me he dejado en su negocio... A propósito, necesito nuevas plumas para mis partituras, pero esta vez quiero que sean de la punta del ala de un cisne. He leído que agarran mejor la tinta y que... ¡Ay!

Acordes de una perfidia ┃minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora