XXVIII

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«Suite para clave en re menor, HWV 437»

Georg Friedrich Händel

Cuando se contempló por primera vez en el reflejo del agua, esa noche en la que abrió los ojos por primera vez y supo que había dejado de ser humano, Felix se esperaba notar algo diferente en él

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Cuando se contempló por primera vez en el reflejo del agua, esa noche en la que abrió los ojos por primera vez y supo que había dejado de ser humano, Felix se esperaba notar algo diferente en él. Aunque, siendo sinceros, no sabía qué esperar en concreto. Quizás un par de alas blancas que le brotasen de la columna vertebral o un halo de luz blanca que reposara sobre su cabeza. Pero no. La imagen en el agua no había cambiado en absoluto. Felix seguía siendo el mismo. Hasta sus pecas estaban ahí, esas dichosas marcas por las que se convirtió en el hazmerreír del pueblo y que habían dejado heridas profundas e indelebles en su alma.

Incluso sin el recuerdo de su vida de humano, Felix deseó arrancárselas cuando observó cómo manchaban su rostro en el agua. Esa noche y todas las que la siguieron. Era una mala costumbre que le acosaba desde aquella época: a solas, cuando estaba seguro de que nadie sería testigo de ello, Felix se enterraba las uñas en las mejillas y se hurgaba sobre la piel, tratando de borrarse las pecas a base de arañazos sangrientos. Nunca funcionó. Como un reflejo de su alma, sus mejillas permanecerían sucias por toda la eternidad.

Pasarían los meses, los años y los siglos y, sin embargo, esa antinomia permaneció indemne por más que avanzara el tiempo. La conciencia de ese algo erróneo en su interior y la ausencia de eso otro que lo remendaría, como le había prometido Dios. El título de ángel le quedaba muy grande. Era una muñeca rota, un niño ingenuo que se había cansado de vivir, un humano desdichado que jugaba a coserse las costuras. ¿Cómo un alma en pena como la suya podría ayudar a la humanidad llevándola hasta su muerte? No podía. Dios le había concedido una segunda oportunidad, pero no le había enseñado cómo vivirla.

Aun así, Felix se comprometió a la causa de Dios. O, más bien, puede que por eso mismo sintiera tanto fervor por la labor que le había encomendado. Se agarró a ese clavo ardiendo, tratando de sentirse satisfecho con sus tareas para opacar el vacío que amargaba su alma. Consoló a los humanos que perecían en sus manos, envió sus almas a la reencarnación y buscó el consuelo en la nueva vida que le habían regalado. Se ató una banda sobre los ojos y no pensó, sino actuó. Si no pensaba, sería imposible ahogarse en aquel conflicto. Sintiéndose útil, al menos lograría ignorar el error que representaba su vida.

Por aquel entonces, todo era ligeramente distinto a lo que era en la actualidad. El reino de Elkiia ni siquiera existía y su nuevo hogar quedaba en un pueblito aislado, cerca de lo que más tarde se convertiría en Siwoh. Allí, todo el mundo se conocía. Felix se ganó la amabilidad de los habitantes, que le regalaban productos de la tierra con los que se las ingeniaba para cocinar. Él, a cambio, les entregaba su conocimiento sobre cuidados y remedios que había obtenido a raíz de su miserable vida de humano. Por primera vez, se sintió arropado y, a pesar de su sentir interior, fantaseó con la idea de pertenecer a un lugar. De ser parte de un algo, de vivir sin que lo odiasen. A pesar de que, por las noches, el miedo inconsciente lo atacase de nuevo.

Acordes de una perfidia ┃minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora