XVIII

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«Nocturno en do sostenido menor, op. posth.»

Frédéric Chopin

A lo largo de su vida, Jisung experimentó todo un abanico de pérdidas

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A lo largo de su vida, Jisung experimentó todo un abanico de pérdidas. Primero fue su madre. Después fue su hogar y su libertad. Su bosque. Su vida. Podría redactar una lista de lo que perdió cuando era un niño y no habría papel en el que pudiera escribirlo todo. Era una sensación a la que creía que se había acostumbrado, aunque en realidad uno nunca puede hacerse a la idea. La mayor parte de las veces, el dolor de ese algo que te abandona es tan profundo que ni las palabras pueden bucear en él.

El dolor emocional es fundamentalmente distinto al físico. Un puñetazo en el rostro tiene un efecto inmediato: la piel se enrojece, se amorata, se hincha. Duele. Con suerte, no llega a alcanzar hueso ni tampoco suelta demasiada sangre. Pero solo bastan un par de días para que se cure. Un par de días para que ese dolor se evapore y no sientas nada. Ni siquiera una marca para recordar el daño que te han infligido. Absolutamente nada. Es lo que tiene el cuerpo humano; está preparado para soportar cualquier golpe y recuperarse.

En cambio, el alma no es así. El alma humana es infinitamente más débil. Con el mínimo roce, se estremece y se encierra en sí mismo. No se cura con el tiempo y, si lo hace, solo es de manera superficial. Las heridas siempre supuran, nunca se cierran del todo. Crees que lo has superado, que te has vuelto más fuerte, pero no. El dolor emocional permanece ahí, intacto. Oculto. Una vez que te han herido el alma, no hay forma de que sane al completo. Y es suficiente que ocurra un mísero detalle para hacer florecer de nuevo lo herida que está.

Jisung recordaba haber gritado. También recordaba haber tratado de echarse hacia atrás para evitarlo, así como recordaba que Felix sujetaba al guardia del brazo, con los pies clavados en el suelo, la mandíbula apretada y los ojos cerrados por el esfuerzo. Recordaba cómo Seungmin llamaba a la profesora Lim y al resto de alumnos para que les ayudaran a detenerlo. Recordaba la impotencia y el miedo, la confusión por no entender qué quería el guardia de él y por qué parecía enloquecido. Si fuera posible, hubiera jurado que lo habían poseído.

Entonces, Felix no fue capaz de seguir reteniéndolo. Sus manos se deslizaron por sus brazos a causa del sudor y rebotó contra el piso. Una capa de polvo de tierra lo envolvió. Tosió. Puede que también le hubiera advertido, aunque no estaba del todo seguro. Cuando Jisung volvió a mirar al frente, el guardia ya estaba encima de él. Tenía el violín en su mano y los ojos, clavados en los suyos, estaban completamente en blanco. Desquiciado. Levantó el brazo y, antes de estallar el instrumento contra el suelo, le dijo:

Perfidia de una contienda, abre los ojos y despierta.

Después, no recordaba nada. Y tampoco quería recordar.

Sin embargo, además de su perdurabilidad, el dolor emocional posee algo que lo hace distinto en esencia. Cuando se te clava una astilla en el dedo o te rompen la nariz, el dolor se concentra en un sitio. Lo notas ahí, palpitando al ritmo de tus latidos, envuelto en el calor de la sangre que baña las heridas que no tardarán en sanar. 

Acordes de una perfidia ┃minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora