XXIX

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«Capricho n.º 24 en la menor»

Niccolò Paganini

La clave era el violín

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La clave era el violín.

Esa era la conclusión a la que Felix había llegado. Después de siglos y siglos de investigaciones infructíferas, de almas sacrificadas y noches de desvelo, de dejarse la piel y la cordura en encontrar la manera de derribarlo de su inamovible trono... Después de arrancarse la vida por una causa mayor, esa era la única respuesta para explicar por qué Dios no se separaba de aquel instrumento.

No era un simple violín. No era un instrumento normal, escondía algo que le confería un valor incalculable. Sobrenatural. Tan sencillo como eso. La clave era el violín y, una vez que aquella solución se presentó ante él, le pareció estúpido haber pensado en alguna otra posibilidad.

Dios no se encariñaba con nada. No podía sentir emociones, mucho menos por algo que fuera fruto de la creación humana como la música. Dios detestaba a la humanidad y, como tal, la música no era la excepción. Aquello que predicaba como amor por un violín encerraba un secreto inefable y Felix había dejado de creer en sus mentiras hacía mucho tiempo.

Descubrir que tenía razón fue tan sencillo como intentarlo. Bastó con perfilar cómo poner sus manos sobre aquel violín de milenios de antigüedad para que Dios tomara en serio sus actos. En parte se sintió ofendido, pues habían tenido que pasar cientos de años para que lo contemplase como una verdadera amenaza. Felix había cometido sacrilegios innombrables, verdaderos pecados de los que no se sentía orgulloso, pero no fue sino cuando osó acabar con la música que Dios le dedicó unos segundos de su tiempo. Aunque no le extrañó. En el fondo, sabía que esa era su esencia: sus creaciones solo le causaban interés cuando representaban un riesgo para sus propios intereses.

Los libros sobre música que había robado desaparecieron de las estanterías. Las hojas de partituras en blanco se convertían en cenizas, ardiendo con la leña encendida de la chimenea de su hogar. De repente, la luna brillaba más fuerte sobre su cabeza, como si actuara de espía en su nombre. Por las noches, escuchaba el silbido del viento chocando contra las ventanas de su cabaña y tenía la sospecha de que los crujidos de las hojas poco se asemejaban a los pasos de un animal. Incluso le pareció distinguir una cabellera rubia tras los troncos de los árboles.

Sin embargo, aquellas amenazas implícitas avivaron su convicción. La clave era el violín, sí. Con indagar un poco más en los rincones que ocultaba Dios a los humanos, halló la explicación: sus cuerdas eran el hilo que lo ataba a la existencia, sus notas atrapaban su poder y lo materializaban en realidad. El violín representaba el lazo que lo unía al mundo terrenal y, sin él, Dios se convertiría en un simple y débil humano.

La adrenalina recorrió sus venas cuando se dio cuenta de lo que tenía frente a sí. Cualquiera que lo tocase podría hacer uso el poder de Dios. Cualquiera que arrancase los acordes necesarios del violín podría batirse en duelo con su creador y asesinarlo. Recordaba vívidamente los gritos de angustia de los ángeles, de su familia, muriendo a manos de aquel violín y su maldita melodía. ¿Él podría hacer lo mismo? ¿Si le robaba el violín a Dios, si aprendía cómo funcionaba, podría asesinarlo?

Acordes de una perfidia ┃minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora