XVI

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«Adagio en sol menor»

Tomaso Albinoni

Si tuviera que definir su relación con Jeongin en una palabra, la describiría como trágica

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Si tuviera que definir su relación con Jeongin en una palabra, la describiría como trágica. Como un romance hermosamente trágico lo bastante profundo para apostar por él y, al mismo tiempo, tan prohibido que siempre supo que estaría condenado al fracaso. Y, no obstante, cometería una y mil veces el mismo error si con eso conseguía estar con él. Aunque nunca dejase de doler, siempre elegiría amar a Jeongin. El dolor era lo suficientemente bello como para soportarlo.

Siendo sinceros, puede que a ojos ajenos Jeongin no tuviera nada de especial. Era un humano como otro cualquiera, otro más de los que vivían bajo un puño de hierro y con un corazón demasiado grande para el mundo en el que le había tocado vivir. Los demás, aquellos que solo lo conocían como pecado, dirían que se enamoró de su piel suave y tostada, de sus ojos afilados o de sus hoyuelos vergonzosos, pero lo último que le importaba era su físico.

No negaría que era la persona más bella que sus ojos jamás habían tenido el placer de contemplar. La primera vez que lo vio desnudo, temblando bajo la caricia de sus dedos, se sintió el ángel más afortunado del mundo. Sin embargo, lo que le hizo enamorarse de Jeongin fue la manera en la que lo trató a pesar de que eran esencialmente distintos. La forma en la que, a pesar de ser distintos, encontraron la manera de sentirse idénticos.

Como ángel, siempre se consideró un extraño que no encajaba en las normas de su pequeña sociedad. Recién convertido en un siervo de Dios, buscó a sus compañeros para trabajar juntos, en compañía, pero todos y cada uno de ellos le dieron la espalda. Odió la soledad de la vida de un ángel y cómo nadie quería ayudarlo. La serpiente de la monotonía reptó y se enredó en su cuerpo y apretó, sofocándolo, ahogándolo. Apenas un par de años más tarde, detestaba en lo que se había transformado. Detestaba la soledad que conllevaba haberse transformado en un ángel.

Y entonces conoció a Jeongin, un pobre humano con una vida de miseria a quien Dios le había encomendado asesinar. Cuando aparecía para llevarse sus almas, la mayor parte de personas lloraban desconsoladas y rogaban por su perdón, como si su destino no estuviera ya escrito y él pudiera hacer algo para salvarlos. Estaba acostumbrado a sus lamentos, a sus gritos de desesperación para que no se los llevara, y poco a poco se hizo inmune a los ruegos. Al menos, todo lo inmune que un alma de humano como la suya podía ser.

Pero Jeongin no. Jeongin no rogó, no lloró, no hizo nada. Llevaba un cuchillo en la mano apuntando a su garganta, de rodillas en el establo repleto de heno en el que estaba encerrado. Tenía la ropa desgarrada, manchada de sangre, y los moretones adornaban cada centímetro de su piel. Levantó la cabeza y lo miró. Encontró sus ojos blanquecinos que solo él podía ver y sus labios se movieron a tal lentitud que pensó que se lo había imaginado.

—¿Vienes a matarme? —preguntó.

Asintió, congelado en el sitio. A través de los tablones de madera, la luz de la luna se colaba por los agujeros e iluminaban su rostro. Creyó que era un ángel. Un verdadero ángel sobre los que Dios predicaba a los humanos, muy distinto de lo que eran en realidad. Con tan solo su brillo, aquel muchacho se asemejaba más a lo que debía ser un ángel. No podía moverse, no podía hablar, no podía hacer nada. Solo contemplar la belleza destruida de un simple humano.

Acordes de una perfidia ┃minsungDonde viven las historias. Descúbrelo ahora