Huir (Ainhoa)

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Cuando Clara me llamó para ofrecerme un puesto de jefa de cocina en el restaurante del único hotel de un pueblucho en medio de España, el cielo se abrió ante mi ojos. Vera del Rey no es Madrid, evidentemente, pero cualquier lugar es mejor que al lado de..., bueno, de él.

Aprender a dejar atrás es ir hacia delante, y con la llamada de Clara lo dejé todo atrás. Mis años en las mejores escuelas y en los mejores restaurantes, los premios, los reconocimientos, todo. Pero no a él. Él es todo lo que nunca voy a ser capaz de dejar atrás ni aunque quiera.

Conocí a Hugo con 19 años en un antro de Madrid. No hace falta que diga que con diecinueve años se hacen muchas tonterías. En aquel momento me pareció el tío más guay del mundo, por no decir que estaba tremendo. No como ahora, que parece un empresario cincuentón que sigue llorándole a su madre. El caso es que una copa llevó a la otra, y la otra a la siguiente, y así hasta acabar en su piso. Pues eso pasaba todos los fines de semana. Todos, sin excepción, durante medio año. El compromiso no era una opción, pero después de tantísimo tiempo de revolcón en revolcón había que dar el paso. La relación iba viento en popa, pero porque nada había cambiado. Llegaba el viernes y me colgaba de su cuello mientras me bebía un whisky. El sábado pasaba lo mismo y el domingo igual. Por aquel entonces era una completa desconocida para el mundo culinario, pero estaba empezando a dar mis primeros pinitos. Mucho de lo que tengo hoy se lo debo al Hugo del ayer, entre ello los traumas y el miedo. Pero no siempre fue como es, al menos no hasta que nos casamos. Sí, con ceremonia, banquete y todo el rollo. Qué voy a decir, todos cometemos errores. Después de 3 años estaba pillada hasta las trancas, así que no pude decirle que no. Tampoco pude decirle que no después del primer grito, ni del primer golpe, así que me refugié en lo que nos había unido: el alcohol. Hasta que me cansé, hice las maletas y me fui de su piso. Hasta que me di cuenta de que nadie, nadie, merece tales humillaciones. Lo que tuvimos nunca fue amor, solo obsesión y muchas ganas de pasarlo bien.

Después de Hugo ha habido más, sí. Tenía y tengo el derecho de rehacer mi vida después de que un hijo de puta intentara quitármela. Pero ya no soy la misma, sino un reflejo, una sombra, un espejismo. Llevo años con una coraza de cemento armado que muy poca gente ha sabido atravesar, ni siquiera mi familia, si es que puedo llamarla así. Todo ahora mismo sigue girando en torno al que era mi marido. El hecho de no haber podido profundizar nada con nadie es su culpa, y la mía también, por no haber sabido decir basta. Yo sola me he encargado de cargármelo todo. Por eso estoy en Vera.

Salir de Madrid y poner tierra de por medio con mi pasado era lo que necesitaba. Si es cierto que ya había salido de la capital antes, pero si no era Hugo quien estaba en alguna ceremonia en la que había sido premiada, era algún colega suyo. Pero aquí no va a haber nada que tenga que ver con él. El problema aquí se va a reducir a encontrar piso, que me está resultando más complicado que en Manhattan.

Llevo cerca de media hora en recepción esperando a que una tal Silvia, una de las supuestas gerentes del hotel, venga a recogerme para enseñarme el que será mi nuevo hogar: la cocina y el restaurante del Lasierra. Giro sobre mi misma, impaciente, cuando un líquido caliente y un cuerpo chocan contra mi. De repente me encuentro embobada mirando a una chica de no más de metro sesenta que mientras me limpia el top lanza improperios y me pide disculpas. Cuando logro salir del trance, simplemente le pregunto: "¿hay baños aquí?". Después me abofeteo mentalmente y me doy cuenta de que estoy en un hotel, así que desaparezco tras escuchar una muy obvia respuesta de su parte.

Al rato, e intentando disimular la enorme mancha de café que baña mi pecho, entro en cocinas para encontrarme ni más ni menos que con la persona causante de que mi top vaya a pasarse días en remojo. Y no solo con ella, si no con el maromo que la acompañaba, que está sospechosamente pegado a ella. Es entonces cuando Silvia me presenta y empieza a recitar mi currículum de memoria, sin chuleta ni nada y de carrerilla. Antes de que se ahogue por falta de saliva la paro, y explico el por qué de mi llegada al hotel. El equipo me mira ojiplático. Parece que con el anterior jefe la disciplina no estaba en el menú.

Tras el servicio de comidas me doy cuenta de lo que le falta a la cocina: ritmo en el servicio. Hay coordinación, orden, respeto, cuidado e higiene, pero hace falta más. Sin mencionar a Luz, la tira cafés de manual a la que parece que le molesta mi presencia. Pero el que se pica, ajos come, así que va a tener que aprender a masticar y tragar. 

Todo lo que no nos dijimos | LuznhoaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora