Epílogo

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A veces pensamos que la vida es para siempre. Damos por hecho que todo seguirá igual día tras día, que siempre dispondremos de un mañana al que acudir cuando todo pese y las ganas de continuar desaparezcan. Creemos, firmemente y con los ojos cerrados, que somos dueños del tiempo y sus caprichos.

Y es ahí donde fallamos. Porque a veces, no hay un mañana. No hay un día que prosiga del otro, no existe un futuro y, quizá, resulta que no ha existido nunca. A veces las oportunidades se agotan y el mundo deja de moverse para siempre.

Harry pensó en ello mientras observó aquella lápida. Sentado en el suelo, con las piernas cruzadas y la expresión del rostro relajada. Pensó en él, y en todos los recuerdos que aún yacían en algún rincón olvidado de su corazón, bajo una llave eterna que escondió como su mayor tesoro jamás habido.

Sus ojos brillaron releyendo su nombre gravado en aquella grisácea piedra que se había convertido en su único plan de los viernes. Sacando siempre un hueco para estar con él, para acompañarlo y ponerlo al día de todo lo que le había ocurrido durante la semana. Amaba contarle lo que habían hecho sus hijos, Gemma y Liam. Las trastadas que comenzaron a hacer cuando recién cumplieron los tres años de edad, todas las anécdotas que les regalaban a penas sin esfuerzo. Las risas aseguradas y todo lo que había aprendido de ellos.

Amaba, también, contarle las nuevas recetas que había aprendido a cocinar gracias a Anne. La increíble relación que tenía con Kol, la suerte que tuvo al tenerlos en su vida. No dejó de hablarle nunca de sus mejores amigos, Niall y Zayn. Ahora estaban casados, tenían un hermoso niño. Y eran increíblemente felices

Su mirada se deslizó hacia el suelo durante unos segundos cuando una lágrima viva se deslizó cuidadosamente por su mejilla de porcelana, atravesándole la piel hasta clavarse en lo más profundo de su corazón. Lo necesitaba. Y sentía que moría un poco cada día que pasaba sin estar a su lado.

—Te echo de menos, fierecilla. Cada día sin ti es un jodido infierno —sus ojos se enrojecieron cuando comenzó a sollozar en silencio, y jugueteó con sus anillos, nervioso—. Cuidar a los niños sabiendo que eran tu devoción, me mata por dentro. Ver como crecen, como llaman a su papi Lou y te buscan entre las multitudes de gente con la esperanza de que correrás a ellos hasta llenarlos de besos. Sin poder explicarles que eso no podrá volver a pasar nunca. Acompañarlos en cada momento, en cada broma, en cada risa. Estar con ellos en cada llanto y cada riña, verlos día tras día sin poder evitar acordarme de ti. Y es que sé que no son nuestros, Louis. Pero veo tu sonrisa en ellos cada vez que los hago reír —su voz se rompió—. El otro día, Liam llamó pequeña mierda a su hermana, y le sacó el dedo de en medio. Y ni siquiera pude regañarlo sin echarme a llorar como un jodido imbécil.

—Harry —escuchó una voz a sus espaldas.

Pero no le hizo ningún caso. Sabía que quería alejarlo de aquella lápida, hacerle volver a casa un viernes noche más. Quería separarlo del amor de su vida.

—Harry, joder.

—No pienso irme —aseguró firme, sollozando.

—¡Deja de darme patadas!

—¿Qué?

—¡Joder, imbécil!

Se levantó de golpe con aquel último grito que lo sobresaltó de lleno. Mirando a su alrededor con rapidez, sin lograr acabar de orientarse en tiempo y espacio. Una capa de sudor recorrió cada centímetro de su cuerpo desnudo, y su respiración se agitó cuando perdió el control de los latidos de su corazón.

—Para una vez que Liam no llora, y eres tú el que toca los huevos ahora —bufó adormilado, con la voz ronca y media almohada sobre su rostro.

Harry lo miró perplejo, negándose a creer nada de lo que observaban sus ojos. Y él se dio cuenta.

El orfanatoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora