Capítulo 2

106 4 2
                                    

Capítulo II

.

La puerta se abrió lentamente, ella entró, dejándome en el umbral. El aroma a piel, a metal y si era posible, a prohibido, me llenó la nariz. Di un paso al interior, sintiéndome aprisionado entre la pared del deseo y la de la prudencia. Un pilar redondo se alzaba en medio de la habitación, desde el suelo hasta el techo; era de metal y parecía ligeramente envejecido. La visión fue capaz de traer hasta mí el aroma a oxido. Mis ojos continuaron recorriendo la habitación, completamente decorada con cortinas de color rojo. Un biombo a mi derecha dibujo a mi mente la imagen de la desnudez.

Ella avanzó hasta una de las paredes, y tirando de un grueso cordón oscuro, una de las cortinas se abrió. En un principio creí que se trataría de una ventana o el paso a otra parte de la habitación, pero no fue así. Ante nosotros había una mesa inclinada, como si se tratara de un expositor. Pude ver en él cadenas, candados de diferentes tamaños y un látigo perfectamente enrollado, cuya piel brillaba bajo la luz roja de la habitación. Me acerqué lentamente, consciente de que ella se alejaba, pero ahora mis ojos estaban puestos en todos aquellos objetos, que no hacían más que confirmar mis sospechas. Sogas, mascaras, una fusta. Collares de piel, pañuelos de seda, una botella de aceite.

Me giré y comprendí que quizás era este el momento de salir de aquí, de decidirme a volver sobre mis propios pasos y olvidarme de este lugar, del club y de ella. Pero notaba como mi respiración se iba haciendo más lenta y pesada con cada nuevo descubrimiento. Y es que el Diablo despierta temprano, es más, podría jurar que no duerme. A mí me tenía atrapado ahora mismo, entre las garras y la forma de una mujer, que tras el biombo dejaba caer las prendas que vestía al suelo.

La forma en que mi sexo se llenó fue tan repentina que me impresionó, se me seco la boca. No podía dejar de observar la figura femenina, que tras la delgada tela del biombo se delineaba tan perfectamente, que casi podía adivinar la suavidad de su piel.

No podía evadir lo obvio, todo esto era parte de un juego sexual. Podría decir que lo supe desde la primera mirada, desde aquel primer contacto visual en el que ella me indicó que yo era su presa. Y una presa entregada con la inexperiencia como única restricción.

La silueta femenina se movía con delicadeza, tras la textura de aquel biombo, tan fina que parecía papel. Podía ver el modo en que sus manos se desprendían de cada pieza de ropa, deshojándose como una flor. Mi corazón se agitaba con cada pétalo caído, bombeando la sangre con premura, ejerciendo su fuerza, llenándome de poder. ¿Saldría desnuda?, ¿se mostraría plena para mí? No, no era lógico que fuese yo quien ejerciera el poder. Me atrevería a decir más, era su seguridad y potestad las que me había atraído hasta aquí.

Y me encontré deseando ser controlado. Yo, que mantenía mi particular batalla con el control, incapaz de cederlo, siempre prisionero de él.

En ese instante la flor comenzó a cambiar de atuendo. Podía notarlo por la forma en que sus manos ajustaban las nuevas prendas, con seguridad y la misma elegancia con la que se quitara las anteriores. La luz rojiza tras su cuerpo, delineaba sus piernas, mientras sus manos deslizaban una media que se ajustó a su muslo. La ansiedad me oprimía el pecho y me debilitaba, con aquella exquisita extenuación que otorga el deseo.

Sus pies se calzaron dentro unos altos tacones, y con las manos se recogió el cabello, descansándolo sobre uno de sus hombros. Para ese momento mi respiración no era más que el reflejo agitado de mi cuerpo.

Su sombra avanzo fuera de aquella fina barrera que nos separaba. Apareció ante mis ojos completamente de negro. El corsé de cuero le ceñía perfectamente la cintura, acentuando la elegante redondez de su cadera y elevando su pecho. En mi mente se trazó la imagen de una furtiva caricia. Sus largas piernas enfundadas en medias de malla. Sus pálidos brazos, cubiertos con unos largos guantes de piel. No se me pasó desapercibido el detalle de un anillo en uno de los dedos de su mano derecha. Un collar también de piel, se ajustaba a su esbelto cuello.

ROJODonde viven las historias. Descúbrelo ahora