No, no se iría a aquellas islas y tampoco vería su vientre un bulto que brindara esperanzas incumplidas por otros. ¿Y quiénes eran esos otros cuyos dueños no liberaban para sí una brisa que apenas su rostro iluminara? Se quedó de pie, en un estado catatónico que en ocasiones le recordaba aún a su viejo transitar por las callejuelas de Paris. Su madre ausente que inculcó en ella no sólo los más rústicos traumas sino la constante reminiscencia de las malas elecciones paternas. La frialdad de sus manos duras, achacosas por una labor preformando como excusa. Monedas para los pies y resaca para la cabeza. Los padres, cuando por fin se les perdonara, el ser más libre acabaría ella siendo. Mientras tanto, de pie en el umbral del hall, observaba a Leo y Trini adentrarse a la habitación. Dos botellas en mano. No había mentira en descubrir que el alcohol, la mayor de las veces, le prohibía la tristeza, aunque de día y bajo el tono ocre de la expulsión digestiva, ésta se tornaba más ácida y corrosiva. Se diluía entre los tintes de aquellas paredes cálidas aquellos que habían sido sus deseos y aquellos que habían dejado de serlo. Islas. Vientres. Manuela. Veía con recato la puerta de la habitación conjunta. Sería posible atravesar con el anhelo la dimensión de las tablas, el concreto, el cemento y hasta una que otra piedra. Quería saber si ella era suficiente o si había llegado el ser humano que ponía en tela de duda toda la fugaz existencia de uno. No era una tercera en discordia. No era una torta de chocolate ni un mousse de durazno. Manuela era una persona como cualquier otra que buscaba en Florencia lo que buscaban tantos. Comprensión. El espacio seguro para desatar las vulnerabilidades más viles y los más necróticos tejidos humanos. De pie se mantenía antes las paredes que perdían su color, llegando a un estado de descomposición máxima, derretidas las manecillas de sus ilusiones, pero, por fortuna, derretidos también los minutos terroríficos de un pasado obsoleto. Temores que antes la ataban de brazos. Pies de plomo. Se volteaba a ver los zapatos. No eran los tacones bellos de Manuela. Ni el mismo escote revelaba la perfección de sus senos. No era el libido el que las escondía a ambas detrás de la misma puerta que tantas veces vio dormir a Jazmín que yacía ahora de pie ante el pasillo incorpóreo. Era ese punto en la vida. Un colapso. No era la muerte de la madre de Manuela. La redención de un abandono en el regreso de Servando. Ni siquiera los estantes detrás de las vidrieras parisinas. Con el corazón en un escaparate. El latido más tímido por causa de tanto respiro excitado. Era un colapso. Todo tiempo pasado se detenía en la ansía etílica. Llegabas a la comprensión que sola se gestiona desde el interior. De nada servían las burbujas grado seis de levadura compuesta. Adiós a lo agridulce de un escupir sin destino. Jazmín dio unos cuantos pasos hasta que sus pies se deshicieron del metal que los comprimía y pensó en tocar la puerta de la habitación de Florencia. Los gritos de Trini y Miranda ensordecían sus intentos. Quería tocar porque intuía que ante una imagen del desastre, el colapso sería más honroso, sin embargo, no atinaba en descubrir que toda insigne grotecidad sería insípida ante la revelación más trascendente del uno mismo. Cuando era sabido de antemano que nada ni nadie podía provocar daño en uno, ningún grito era ofensa y todo rechazo se volvía impersonal. No tocó. Eligió antes bien dirigirse a la cocina. Los papeles de fertilidad ahora sobre la mesa. Coqueteando con un bombardeo de amor narcisista que te llevaba a la consideración del quererlo. Imposiciones sociales quizás para solventar que los cuerpos bailaban mejor cuando en soledad daban ritmo a sus pisadas. Tomó las comisuras de las carpetas donde se refugiaban los papeles y cruzó los brazos como en señal de la santa cruz hiriendo de por vida la pulpa celulosa de una estadística. Inseminación. Sucedió entonces que arrojó el despojo al cesto, tomó el resto de sus herramientas y salió del hotel. Paso sosegado. La luz de todos los edificios reflejando en sus ojos. Las orbitas de los destellos marcando posibles rutas. Las islas cada vez más lejanas, como lejanos eran también los arrepentimientos. Pensó. Subirse en un autobús con incierto arribaje, pagar un pasaje para salir de la rutina y la desesperanza. El autobús llegaría a una ciudad sin Florencia donde pondría sus minutos en orden y sabría qué alimentos cocinar para convencer a los estómagos ajenos de un valor codiciado. Pensó. Salirse del autobús y correr a gran velocidad entre árboles y fotografías viejas que anunciaban accidentados escenarios. Llegar a una tienda a medianoche observar lo que podría comprar al día siguiente. Pantalones y botas de escala. Se iría al monte o a la montaña a inhalar un aire más fresco y menos denso que el urbano. Un aire que sacara de sus pulmones los gemidos de Florencia. Que sacara de su vida el eco de sus peticiones silenciosas. Movimientos de cadera. No iría a la montaña ni al monte y tampoco a escalar. No visitó la tienda a medianoche y se fue mejor a pasear al bulevar. Sabría que el momento llegaría en el que el colapso se fragmentaría en un millón de esquirlas que atravesarían su piel y harían sangrar todas sus reticencias. No era aún cuando a pesar de que ya lo comprendía. Lo sentía crepitar en los poros más cerrados y obscenos de su ser. El paseo se extendía. Caminaba y no podía todavía sacarse de la cabeza los instantes entre el roce de la lengua de Florencia con los labios bien pintados de Manuela. Cacería. Caricia. Así sería. Una detrás de la otra hasta que dejara de ser competencia la voz. La voluntad. El compromiso. Florencia en una ensoñación fatal tomaba las mejillas de Manuela y la empujaba hacia atrás en la cama. Las almohadas. Manuela temblaba por no dejarse hacer nada. Una esquirla que atravesaba primero sus uñas. Líneas de sangre que engrosaba y ella seguía caminando por la plaza. Se iría. Mañana pondría su renuncia en el restaurante que ahora llevaba su nombre en la línea de propiedad de un contrato ya firmado. Estaba por armar sus maletas. Echaría dentro todos sus delantales. Los de la fantasía de Florencia y los que aún no conocían el detergente más abrasivo. No. Tampoco. Seguía caminando. Mientras que Florencia entre sábanas y primeras veces, rozagantes, se acercaba al rostro de Manuela para leerle las estelas del iris que le designaban una aventura. Manuela se apartaba y reconsideraba. Jazmín llegaba a su departamento y escogía las pocas ropas que aún quedaban de Florencia. Las cartas. Los regalos. Los tallones sobre la madera de la mesa que alguna vez haciendo el amor hicieron. Lo colocó todo y salió de nuevo. Sus pasos hacia el departamento vacío de Florencia donde con cuidado al llegar depositó en la acera con una nota que quizás decía adiós, nos vemos luego, no puedo más, estaré sin ti. O quizás nada de eso. Manuela leyó la desventura en el iris de Florencia. Un espejo de consecuencias varias. No era amor del que se besaba, ni se consumía entre desnudos cuerpos cuando todo lo demás nos abandonaba. Florencia comprendió que el colapso era también para ella y que no se podría reemplazar con buenas nuevas, viejas que aún pendían cual retrato en el pasillo del alma. Esquirla segunda. Dejabas todo en la acera y regresabas a pintar un departamento que volvía a ser tuyo y del viento. Color verde turquesa. Más claro. Más nítido. Sin semejar malas noticias y hospitales. Manuela le besaba los labios tenue, un único beso, lo tenía más claro que el turquesa de ahora las paredes de Jazmín y salía de la habitación. Dejando la certeza en la cama con Florencia deshaciéndose en entredichos y nuevos abecedarios para pronunciar palabras más precisas, más honestas, más suyas. Al día siguiente, Florencia volvería ver a Manuela. Sin buscar a Jazmín. Y Jazmín no saldría de su departamento en día libre, pues haría de su espacio lo que quiso hacer desde niña. Llevar las aguas saladas y endémicas de las islas al cuatro por cuatro de su cocina. El colapso era universal e infinito y alcanzaba para todos. Jazmín era ella y otra. Florencia era otra y ella. El tiempo se evaporaba y ambas caminaban por las calles parisinas quizás más cerca de volver a encontrarse.
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Balance
FanfictionEl personaje de Jazmín en la tira aparece a veces idealizado, casi mágico, la única cicatriz que vemos es la de su cadera y el momento de Elena, aquí se intenta crear un balance en donde no sea sólo Jazmín rescatando a Flor como si ésta última fuer...