JASON XXXVII

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Jason vio por primera vez al ángel en el carrito de los helados.

El Argo II había anclado en la bahía junto a seis o siete cruceros. Como siempre, los mortales no prestaron la más mínima atención al trirreme, pero, por si acaso, Jason y Nico subieron a bordo de un esquife de uno de los barcos turísticos para mezclarse con la multitud cuando desembarcaron.

A primera vista, Split parecía un bonito lugar. Formando una curva alrededor del puerto, había un largo paseo marítimo bordeado de palmeras. En las terrazas de los cafés, los adolescentes europeos pasaban el rato, hablando una docena de idiomas distintos y disfrutando de la tarde soleada. El aire olía a carne asada a la parrilla y a flores recién cortadas.

Más allá del bulevar principal, la ciudad era una mezcolanza de torres de castillos medievales, murallas romanas, residencias urbanas de piedra caliza con tejados de tejas rojas y modernos edificios de oficinas apretujados. A lo lejos, las colinas verde grisáceo se extendían en dirección a una cordillera montañosa, cosa que ponía a Jason un poco nervioso. No paraba de mirar el acantilado rocoso, esperando que el rostro de Gaia apareciera entre sus sombras.

Nico y él estaban deambulando por el paseo marítimo cuando Jason vio al hombre con alas comprando un helado en un carrito. La vendedora contó el cambio del hombre con cara de aburrimiento. Los turistas rodeaban las enormes alas del ángel sin prestar mayor atención.

Jason dio un codazo a Nico.

—¿Estás viendo lo mismo que yo?

—Sí—asintió Nico—. Tal vez deberíamos comprar un helado.

Mientras se dirigían al carrito de los helados, Jason temió que el hombre alado fuera un hijo de Bóreas, el viento del norte. El ángel llevada el mismo tipo de espada de bronce dentada que tenían los Boréadas, y el último enfrentamiento de Jason con ellos no había tenido un desenlace favorable.

Pero ese hombre parecía muy relajado. Llevaba una camiseta de tirantes roja, unas bermudas y unas sandalias de piel. Sus alas eran de una combinación de colores rojizos, como un gallo de Bantam o una tranquila puesta de sol. Estaba muy bronceado y tenía el cabello moreno casi tan rizado como el de Leo.

—No es un espíritu renacido—murmuró Nico—. Ni una criatura del Helheim.

—No—convino Jason—. Dudo que ellos coman helados recubiertos de chocolate.

—Entonces ¿qué es?—preguntó Nico.

Estaban a casi diez metros de distancia cuando el hombre alado los miró directamente a la cara. Sonrió, hizo un gesto por encima del hombro con su helado y se disolvió en el aire.

Jason no podía verlo exactamente, pero tenía tanta experiencia en el control del viento que pudo localizar la trayectoria del ángel: un cálido vestigio rojo y dorado que cruzó la calle volando, recorrió la acera formando una espiral e hizo volar las postales de los expositores situados delante de las tiendas de artículos turísticos. El viento se dirigía al final del paseo marítimo, donde se alzaba una gran estructura parecida a una fortaleza.

—Apuesto a que ese es el palacio—dijo Jason—. Vamos.







Después de dos milenios, el palacio de Diocleciano seguía resultando imponente. El muro exterior no era más que un armazón de granito rosa, con columnas desmoronadas y ventanas abovedadas abiertas al cielo, pero estaba intacto en su mayor parte, con una longitud de cuatrocientos metros y una altura de veinte o veinticinco metros que empequeñecía las tiendas y casas modernas apretujadas detrás de él. Jason se imaginó el aspecto que debía de haber tenido el palacio cuando estaba recién construido, con centinelas imperiales recorriendo los baluartes y águilas doradas de Roma brillando en los parapetos.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora