HAZEL LXXXII

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Si el gigante hubiera huido gritando, Hazel lo habría agradecido. Así todos habrían podido tomarse el día libre.

Pero Clitio no le dio el gusto.

Cuando vio las antorchas de la diosa encendidas, el gigante pareció recobrar el juicio. Dio un pisotón que sacudió el suelo y estuvo a punto de pisar el brazo de Percy. Unas nubes de humo negro lo rodearon hasta que Annabeth y Percy quedaron totalmente ocultos. Hazel sólo podía ver los ojos brillantes del gigante.

Unas palabras temerarias. El gigante hablaba por la boca de Leo. Cuando nos enfrentamos en la primera Gigantonaquia, yo no era inmortal e indestructible. No volverás a derrotarme.

El cuerpo inconsciente de Leo se retorció, dolorido.

—¡Basta!—gritó Hazel.

Ella no planeó lo que ocurrió después. Simplemente sabía que tenía que proteger a sus amigos. Se los imaginó detrás de ella, de la misma manera que se había imaginado nuevos túneles en el laberinto de Pasífae. Leo se disolvió. Reapareció a los pies de Hazel, acompañado de Percy y Annabeth. La Niebla se arremolinaba a su alrededor, derramándose sobre las piedras y envolviendo a sus amigos. En la zona en la que la Niebla blanca y el humo negro de Clitio se juntaron, chisporroteó y salió humo, como la lava al caer al mar.

Leo abrió los ojos y dejó escapar un grito ahogado.

—¿Qu-qué...?

Percy permaneció inmóvil, pero Hazel percibió que sus latidos se volvían más fuertes y su respiración más regular. Annabeth mantuvo aquel descorazonador silencio absoluto.

Sobre el hombro de Hécate, Galantis gritó admirada.

La diosa avanzó, sus ojos oscuros relucientes a la luz de las antorchas.

—Es hora de que conozcas a mi campeona. Hazel Levesque no poseerá la imponencia de Heracles ni el porte de Aquiles, pero es mucho más temible.

A través de la mortaja de humo, Hazel vio que el gigante abría la boca. De sus labios no salió ninguna palabra. Clitio se rio desencantado.

Leo se levantó con dificultad tosiendo como un asmático y escupió un puñado de dientes ensangrentados.

—¿Qué pasa? ¿Qué puedo...?

—Vigila a Percy y... a Annabeth—Hazel desenvainó su spatha—. Quédate detrás de mí. No salgas de la Niebla.

—Pero...

La mirada que Hazel le lanzó debió de ser más severa de lo que ella creía.

Leo tragó saliva.

—De acuerdo, lo entiendo. La Niebla blanca es buena. El humo negro, malo...

Hazel avanzó. El gigante extendió los brazos. El techo abovedado se sacudió, y la voz del gigante resonó a través de la sala, amplificada cien veces.

¿Temible?, preguntó el gigante. Parecía que estuviera hablando a través de un coro de muertos, utilizando todas las almas desgraciadas que habían sido enterradas detrás de las stelae de la bóveda. ¿Porque ha aprendido tus trucos de magia, Hécate? ¿Porque tú permites que estos debiluchos se oculten en tu Niebla?

Una espada apareció en la mano del gigante: una hoja de hierro estigio muy parecida a la de Nico, sólo que cinco veces más grande.

No entiendo por qué Gaia considera a cualquiera de estos semidioses dignos de sacrificio. Los aplastaré como cáscaras de nuez.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora