ANNABETH XXIII

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Más tarde tomó una decisión: nunca JAMÁS dormir en el Infierno.

Los sueños de los semidioses siempre eran malos. Incluso en la seguridad de su litera en el campamento había tenido horribles pesadillas. Pero en el Helheim eran mil veces más vívidas.

Primero, volvía a ser una niña, subiendo con dificultad la colina mestiza. Luke Castellan la llevaba a rastras de la mano. Su guía, el sátiro Grover Underwood, saltaba en la cumbre, gritando:

—¡Deprisa! ¡Deprisa!

Thalia Grace estaba detrás de ellos, conteniendo un ejército de perros del infierno con su terrorífico escudo, Égida.

Desde la cima de la colina, Annabeth vio el campamento en el valle: las cálidas luces de las cabañas, la posibilidad de refugiarse. Tropezó y se torció el tobillo, y Luke la tomó en brazos. Cuando miraron atrás, los monstruos estaban sólo a varios metros de distancia: docenas de ellos rodeaban a Thalia.

—¡Marchaos!—gritó Thalia—. ¡Yo los entretendré!

La chica se lanzó al ataque. Los músculos se le abultaban y los rayos crepitaban a su alrededor mientras el tiempo parecía distorsionarse. Blandió su lanza, y como si de un relámpago se tratase, atravesó las filas de monstruos, pero cuando los perros infernales cayeron, otros los sustituyeron.

—¡Tenemos que huir!—gritó Grover.

Enfiló hacia el campamento. Le seguía Luke, que llevaba en brazos a Annabeth; ella lloraba, le golpeaba el pecho y le gritaba que no podían dejar sola a Thalia. Pero era demasiado tarde.

La escena varió.

Annabeth era mayor y ascendía hasta la cumbre de la colina mestiza. Donde Thalia había luchado por última vez ahora se alzaba un alto pino. En el cielo bramaba una tormenta.

Un trueno sacudió el valle. Un relámpago partió el árbol hasta las raíces y abrió una grieta humeante. Abajo, en la oscuridad, estaba Reyna, la pretor de la Nueva Roma. Su capa era del color de la sangre fresca de una vena. Su armadura de oro relucía. Alzó la vista, con rostro regio y distante, y habló directamente a la mente de Annabeth.

"Lo habéis hecho bien"—dijo Reyna, pero hablaba con la voz de Atenea—. "El resto de mi viaje transcurrirá en las alas de Roma".

Los ojos oscuros de la pretor se volvieron grises como nubarrones.

"Debo quedarme aquí"—le dijo Reyna—. "Los romanos deben llevarme"

La colina se sacudió. El suelo se onduló y la hierba se convirtió en pliegues de seda: el vestido de una enorme diosa. Gaia se alzó sobre el Campamento Mestizo; su rostro soñoliento era del tamaño de una montaña.

Manadas de perros infernales treparon por las colinas. Gigantes, Nacidos de la Tierra y cíclopes salvajes arremetieron desde la playa, derribaron el pabellón comedor y prendieron fuego a las cabañas y la Casa Grande.

"Deprisa"—dijo la voz de Atenea—. "El mensaje debe ser enviado"

El suelo se partió a los pies de Annabeth y cayó en la oscuridad.

Abrió los ojos de golpe. Gritó, agarrando los brazos de Percy. Seguía en el Helheim, en el santuario de Hermes.

—Tranquila—dijo Percy—. ¿Pesadillas?

El cuerpo de Annabeth se estremeció de miedo.

—¿Me... me toca hacer guardia?

—No, no. No hace falta. Te dejaré dormir.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora