LEO LIV

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Los primeros días fueron los peores.

Leo dormía fuera, en una cama de arpillera bajo las estrellas. De noche hacía frío, incluso estando en la playa en verano, de modo que preparaba un hoguera con los restos de la mesa de Calipso. Eso le animaba un poco.

Durante el día recorría la circunferencia de la isla, pero no encontraba nada interesante, a menos que te gustaran las playas y el mar infinito por todas partes. Trataba de enviar mensajes de Iris con los arcoíris que se formaban en las salpicaduras del mar, pero no tenía suerte. No tenía ningún dracma para hacer una ofrenda, y al parecer, a la diosa Iris no le interesaban los aspectos prácticos.

Ni siquiera soñaba, algo extraño en él—o en cualquier semidiós—, de modo que no tenía ni idea de lo que estaba pasando en el mundo exterior. ¿Se habrían librado sus amigos de Quíone? ¿Estarían buscándolo o habrían seguido navegando hacia Epiro para completar la misión?

No sabía qué esperar.

El sueño que había tenido en el Argo II cobró por fin sentido para él: la hechicera malvada le había dicho que o se lanzaba por un precipicio a través de las nubes o descendía por un túnel oscuro en el que susurraban unas voces fantasmales. El túnel debía de representar la Casa de Hades, lugar que Leo ya no llegaría a ver. Él había elegido el precipicio: había caído por el cielo a esa estúpida isla. Pero en el sueño, a Leo le habían ofrecido una alternativa. En la vida real no tenía ninguna. Quíone simplemente lo había sacado de su barco y lo había puesto en órbita. Era totalmente injusto.

Lo peor de estar allí atrapado era que estaba perdiendo la noción del tiempo. Al despertarse una mañana no recordaba si llevaba tres o cuatro noches en Ogigia.

Calipso no era de gran ayuda. Leo le hacía frente en el jardín, pero ella se limitaba a sacudir la cabeza.

—El tiempo es complicado aquí.

Genial. Que Leo supiera, podía haber pasado un siglo en el mundo real, y la guerra contra Gaia podía haber terminado para bien o para mal. O tal vez sólo había estado cinco minutos en Ogigia. Su vida entera podía pasar allí en el tiempo que sus amigos en el Argo II tardaban en desayunar.

Fuera como fuese, tenía que salir de esa isla.

Calipso se compadecía de él en algunos aspectos. Enviaba a sus criados invisibles para que dejaran platos con estofado y copas con sidra en el linde del jardín. Incluso le enviaba nuevos conjuntos de ropa: sencillos pantalones de algodón sin teñir y camisas que debía de haber confeccionado en su telar. Le quedaban tan bien que Leo se preguntaba cómo le había tomado las medidas. Tal vez usaba su patrón genérico para CHICO TIRILLAS.

En cualquier caso, se alegraba de tener ropa nueva, porque la vieja olía muy mal y estaba quemada. Normalmente Leo podía impedir que su ropa se quemara cuando empezaba a arder, pero era algo que requería concentración. A veces, en el campamento, mientras trabajaba con metal en la fragua sin pensar en nada, bajaba la vista y se daba cuenta de que toda su ropa se había quemado menos el cinturón mágico. Era un poco embarazoso.

A pesar de los regalos, era evidente que Calipso no quería verlo. En una ocasión él asomó la cabeza en la cueva, y ella se volvió loca y se puso a gritar y a lanzarle cazuelas a la cabeza.

Sí, sin duda era del equipo de Leo.

Él acabó montando un campamento permanente cerca del sendero, donde la playa se juntaba con las colinas. De esa forma estaba lo bastante cerca de ella para recoger sus comidas, pero Calipso no tenía que verlo ni lanzarle cazuelas como una posesa.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora