FRANK XVIII

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Frank se despertó convertido en pitón, cosa que lo dejó perplejo.

Transformarse en un animal no era complicado. Lo hacía continuamente. Pero nunca había pasado de un animal a otro estando dormido. Estaba seguro de que no se había dormido convertido en serpiente. Normalmente dormía como un ave.

Había descubierto que pasaba mucho mejor la noche si se posaba sobre su litera bajo la forma de un fénix. El ser un pájaro literalmente encendido en llamas le hacía perder momentáneamente su miedo al fuego, las pesadillas no le molestaban tanto y su cuerpo experimentaba un poco menos de dolor continuo.

No tenía ni idea de por qué se había transformado en una pitón reticulada, pero eso explicaba por qué había soñado que se tragaba poco a poco una vaca. La mandíbula todavía le dolía.

Se preparó y adquirió de nuevo forma humana. Enseguida, su terrible dolor regresó. Se abrazó a sí mismo y se echó al suelo hecho un ovillo. Sentía como si ejércitos enteros marchasen sobre él, pisoteándolo, humillándolo e insultándolo.

Los romanos lo culpaban por un ataque del que no había formado parte, era un traidor, una vergüenza. Los griegos lo veían como un enemigo más, parte del grupo que se dirigía hacia su hogar para destruirlos.

Se miró los brazos, cada vez más cubiertos de quemaduras, moretones y cortes, y se preguntó cuánto tiempo más podría ocultárselo al resto.

Ahora se le daba mejor, pero durante días había estado hecho una piltrafa. En cuanto habían estallado los enfrentamientos en el Campamento Júpiter, su cuerpo había comenzado a desmoronarse. Desde entonces, Frank había vagado dando traspiés, aturdido, sin apenas poder funcionar. Se había comportado como un tonto, y estaba seguro de que sus amigos pensaron que había perdido la chaveta.

Él no podía decirles lo que le pasaba. No había nada que ellos pudieran hacer. Lo que le sucedía no era otra cosa que su sangre de semidiós, su herencia como hijo de Ares, reaccionando de alguna forma con su sinestesia tacto-espejo, haciéndole sentir todo el dolor de aquellos a su alrededor y mucho más.

Esas cosas sólo le pasaban a Frank, pero tenía que superarlo. Sus amigos lo necesitaban, sobre todo ahora que Annabeth no estaba.

Annabeth se había portado bien con él. Incluso cuando estaba tan distraído que se comportaba como un bufón, Annabeth había sido paciente y amable con él.

Ahora que no la tenían a ella, Frank era lo más parecido a un estratega militar con lo que el grupo contaba. Lo necesitarían para el viaje que les esperaba.

Se levantó y se vistió. Afortunadamente, había conseguido comprar ropa nueva en Siena hacía un par de días y había sustituido la ropa sucia que Leo había lanzado por los aires con Buford, la mesa. (Era una larga historia). Tiró de unos Levi's y una camiseta de manga corta verde militar, y luego alargó la mano para tomar su sudadera favorita, antes de recordar que no la necesitaba. Hacía demasiado calor. Y lo que era más importante, ya no necesitaba los bolsillos para proteger el trozo de leña mágico que determinaba la duración de su vida. Hazel lo mantenía a buen recaudo.

Tal vez eso debería haberle puesto nervioso. Si el palo se quemaba, Frank moriría: fin de la historia. Pero se fiaba de Hazel más que de sí mismo. Saber que ella protegía su gran debilidad le hacía sentirse mejor, como si se hubiera abrochado el cinturón de seguridad para emprender una persecución a toda velocidad.

Se colocó su confiable venda sobre los ojos, cosa que le reconfortó un poco. Luego, se quedó por un largo rato contemplando la caja de madera que su abuela le había dado.

GIGANTOMAQUIA: La Casa de HadesDonde viven las historias. Descúbrelo ahora